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880 • DELICIOSO DESPOTISMO 2

 

Viernes, 30 de julio de 2004

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En cuanto al control de las redes económicas, EE. UU. también ejerce una supremacía indiscutible. Su producto bruto interno en 1999 fue de 8,683 billones de dólares. El rey dólar sigue siendo la divisa suprema, involucrado en el 83% de las transacciones de divisas. La Bolsa de New York constituye el barómetro financiero universal y sus sobresaltos, como los del índice Nasdaq en el pasado mes de abril, hacen temblar el planeta. Por último, el poder disuasivo de los fondos de pensiones estadounidenses, mastodontes que reinan sobre los mercados financieros, intimida a todos los actores de la esfera económica mundial.

EE. UU. es también la primera potencia cibernética. Controla las innovaciones tecnológicas, las industrias digitales, las extensiones y proyecciones (materiales e inmateriales) de todo tipo. Es el país de la Red, de las autopistas de la comunicación, de la nueva economía, de los gigantes de la informática (Microsoft, IBM, INTEL) y de los campeones de Internet (Yahoo, Amazon, America on line).

¿Por qué una supremacía militar, diplomática y tecnológica tan aplastante no provoca más críticas o resistencias? Porque EE. UU. ejerce, por añadidura, una hegemonía en el campo cultural e ideológico. Detenta el control de lo simbólico, que le da acceso a lo que Max Weber denomina la dominación carismática.

En varios ámbitos, Estados Unidos se aseguró el control del vocabulario, de los conceptos y del sentido. Obliga a expresar los problemas que crea con las palabras que propone (ver artículo de Bourdieu/Wacquant, pág. 12). Proporciona los códigos que permiten descifrar los enigmas que impone, y dispone a tal efecto de una cantidad de instituciones de investigación y de think tanks, con las cuales colaboran miles de analistas y de expertos. Quienes producen informaciones sobre cuestiones jurídicas, sociales y económicas en una perspectiva favorable a las tesis neoliberales, a la mundialización y a los círculos de negocios. Sus trabajos, generosamente financiados, son mediatizados y difundidos a escala mundial.

Fundándose en el poder de la información y de las tecnologías, EE. UU. instaura entonces, con la pasiva complicidad de sus dominados, lo que podría darse en llamar una afable opresión, o bien un delicioso despotismo. Sobre todo cuando este poder es acompañado por un control de las industrias culturales y por el dominio de nuestro imaginario.

Estados Unidos puebla nuestros sueños con una legión de héroes mediáticos. Caballos de Troya del amo dentro de la intimidad de nuestros cerebros. Mientras sólo adquiere, por ejemplo, el 1% de películas en el extranjero, inunda el mundo con las producciones de Hollywood Y con tele-films, dibujos animados, video-clips, historietas, etc. Para no hablar de los modelos de indumentaria, urbanísticos o culinarios.

El templo, el lugar sagrado donde se desarrolla el culto de los nuevos íconos, es el mall, el centro comercial, catedral erigida para gloria de todos los consumos. En estos sitios de fervor, se elabora una sensibilidad idéntica en todo el planeta, fabricada mediante logos, estrellas, canciones, ídolos, marcas, objetos, carteles, fiestas.

Todo ello acompañado por una seductora retórica de libertad de elección y de libertad del consumidor, recalcado por una publicidad obsesiva y omnipresente (¡los gastos de publicidad en EE. UU. llegan a más de 200 mil millones de dólares por año!) que apunta a los símbolos tanto como a los bienes. El marketing es tan sofisticado que aspira a vender ya no sólo una marca, sino una identidad, no un signo social, sino una personalidad. Conforme al principio: tener es ser.

Urge en consecuencia recordar el grito de alarma lanzado por Aldous Huxley, ya en 1931: "En una época de tecnología avanzada, el peligro mayor para las ideas, la cultura y el espíritu corre el riesgo de provenir de un enemigo de rostro sonriente, mucho más que de un adversario que inspira terror y odio".

Porque el imperio estadounidense, convertido en dueño de los símbolos, se presenta desde ahora ante nosotros con la seductora apariencia de los encantadores de siempre. Ofreciéndonos placeres a pedir de boca, distracciones ininterrumpidas, confituras para nuestros ojos. Ya no pretende obtener nuestra sumisión por la fuerza, sino por el encantamiento, no mediante órdenes, sino por propio consentimiento. No bajo amenaza de castigo, sino apostando a nuestra sed de placer. Sin que lo sepamos, este nuevo hipnotizador entra por la fuerza dentro de nuestro pensamiento, donde injerta ideas que no son las nuestras. Para someternos, sojuzgarnos y domesticarnos mejor.

IGNACIO RAMONET
Director de Le Monde Diplomatique, Francia