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Lunes, 2 de agosto de 2004 |
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El biólogo inglés Rupert Sheldrake cree haber resuelto uno de
los grandes misterios de la biología: ¿cómo
sabe el ADN de la célula de un brazo que está
en un brazo y no en el hígado?, ¿por qué a lo
largo de los años tenemos el mismo rostro, si
nuestras células se renuevan sin cesar? Para
explicarlo no sirven los parámetros físicos conocidos, ya que las formas vivas están determinadas por una extraña fuerza no energética
que provoca todas las formas pasadas; un
campo que actúa más allá del espacio y en el
tiempo: el campo morfogenético. La propuesta de Sheldrake supuso un gran escándalo en la comunidad biológica. Tan sólo la audaz revista New Scientist tomó partido por su teoría como la única que puede responder al enigma de cómo se producen las formas. El ejemplo de los cristales ilustra la actuación de los misteriosos campos morfogenéticos. Es un hecho conocido que, cuando se ha sintetizado un nuevo producto, se puede tardar años en conseguir su cristalización. Por fin, un día, un científico logra el cristal. Se produce una reacción en cadena, y dejan de existir dificultades para hacer cristalizar el producto. La explicación convencional es que las moléculas van de un laboratorio a otro en la ropa de los químicos. Según Sheldrake lo que da forma al cristal es un campo morfogenético. ¿Cómo se puede uno imaginar este campo? De la misma manera que un físico describe un campo gravitacional: un trapo elástico en el que una gran masa provoca un hundimiento. El campo de las formas es semejante. Está plano, si no existe forma alguna. El primer átomo produce la primera arruga, y cuando la forma está completa se produce un valle, que Sheldrake denomina creoda. Cuando la forma es de creación reciente, como un nuevo cristal, su valle o creoda es muy poco profundo, pero cada vez que la forma se repite, su creoda se hunde más. Las formas con millones de años tienen profundidades abismales. Las células aciertan con el campo morfogenético correspondiente gracias a un fenómeno de resonancia mórfíca. El ADN sería como una antena que captaría los mensajes mórficos. | |
Colaboración E. Mascaraque |