ANTERIOR | EL CUENTOMETRO DE MORT CINDER |
SIGUIENTE |
174 • GLORIA Y ABISMOS |
Viernes, 15 de marzo de 2002 |
Al índice |
Conozco a Tomás Eloy desde el
lejanísimo 1962 en un Buenos Aires que, para variar, vivía la inminente crisis política
de la caída del presidente radical Arturo
Frondizi, culpable de un intento
inteligente de modernizar, democráticamente, la política argentina. Digo inteligencia,
democracia y modernidad y despliego tres banderas rojas ante la cúpula militar argentina
que consideró intolerable las modestas pero certeras políticas de Frondizi. A imagen y semejanza de la Argentina, nos reunimos ese verano en casa de la bellísima viuda del científico Galli-Mainini un grupo que reunía a Tomás Eloy Martínez, Ernesto Sábato, Augusto Roa Bastos y el actor Francisco Petrone. Posamos para una fotografía en el balcón de la casa sobre la avenida Quintana. No tardamos en darnos cuenta de que el balcón no aguantaría nuestro peso combinado. Como la Argentina, el balcón crujía, se cuarteaba y estaba a punto de caer. Lo abandonamos en aras de la supervivencia, pero también porque nuestra juventud estaba llena de proyectos literarios que no merecían terminar destrozados en las aceras de la bella capital argentina -para mí, la más bella ciudad de Latinoamérica-. Suspendidos sobre ese vacío y salvados de él, los lectores de Tomás Eloy Martínez pudimos disfrutar, durante las siguientes décadas, de una obra que, en su conjunto, representa la más terrible y hermosa, puntual e imaginativa recreación y proyección literarias de esa interrogante humana y política que llamamos 'la Argentina'. De Sagrado (1969), Roa Bastos dijo: 'Es la rebelión más efectiva que puede suscitarse contra la realidad en un texto narrativo'. Los relatos de Lugar común la muerte fueron saludados por Ángel Rama como 'la transformación del periodismo en obra de arte'. De La novela de Perón dijo The New York Times: 'Es una brillante imagen de una psicosis nacional'. Y finalmente, de la extraordinaria Santa Evita dijimos, sin ponernos de acuerdo, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez y yo mismo que nos habría encantado ser los autores de una obra tan perfecta en su soldadura de ficción e historia. En Santa Evita, Martínez sigue los avatares del cadáver embalsamado (más bien dicho, los cadáveres) de Eva Perón a fin de darle a su heroína la ficción que ella reclama, porque quiere salvarla de la historia y porque sabe que 'la realidad no resucita, nace de otro modo, se transforma, se reinventa a sí misma...'. Día tras día, dijo entonces el autor, el novelista avanza entre lo mítico y lo verdadero, 'deslizándome entre las luces de lo que no fue y las oscuridades de lo que pudo haber sido'. Pero ella (Eva Perón, su novela, la novela) siempre encuentra a su narrador, Tomás Eloy Martínez. Ella (Eva Perón, su novela, la novela) no cesa de existir, de existirme. Ayer nomás, Tomás Eloy Martínez ganó en Madrid el Premio Alfaguara 2002. Quisiera haber presidido ese jurado, como presidí el primero de Alfaguara hace cinco años, y me felicito de que este año lo encabezara una inteligencia tan preclara como la de Jorge Semprún. No conozco, desde luego, el texto de la obra premiada, El vuelo de la reina. Pero bien puedo imaginar que el autor es fiel a su principio creativo, que es el de salvar a la Argentina de la opresión recurrente de lo puramente fáctico y de lo puramente mítico e instalar, entre mito e historia, entre ilusión y hecho, 'el reino desafiante de la ficción'. Si sólo pudiéramos vernos dentro de la historia, ha dicho Tomás, sentiríamos terror. Para superarlo, el novelista que es, no niega la historia, sino que la resucita, la transforma, la reinventa para hacerla no sólo vivible, sino comprensible. Tomás Eloy Martínez está escribiendo la historia de un país latinoamericano autoengañado, que se imagina europeo, racional, civilizado, y amanece un día sin ilusiones. Tan latinoamericano como Venezuela o México, más enloquecido porque jamás se creyó tan vulnerable, tan brutalmente salvaje como sus militares, tan brutalmente corrupto como sus políticos, tan brutalmente ineficaz como sus tecnócratas. Pero la grandeza de la obra de este argentino tan enamorado de su patria es que su obra entera nos recuerda que la Argentina también es la patria de Sarmiento y el Martín Fierro, de Borges o Bioy, de Cortázar y Arlt, de Gardel y Ginastera, de Martínez Estrada y Beatriz Sarlo, de Santiago Kovadlof, de los científicos ganadores del Premio Nobel, Houssay, Leloir y Milstein... La riqueza de la cultura argentina contrasta con la pobreza de su vida política y económica. El Premio Alfaguara a Tomás Eloy Martínez vuelve a plantearnos el enigma de esa gran nación: ¿por qué, teniéndolo todo, siempre acaba teniendo nada?, ¿por qué la cultura vigorosa e ininterrumpida de la República del Plata no nutre a su política y a su economía? Quizá Tomás Eloy Martínez, gran escritor, nos diga en El vuelo de la reina -crónica de un crimen, espejo de unas conciencias, sondeo de una identidad- lo que un día anunció Walter Benjamin: cuando un ser histórico es redimido, se puede citar todo su pasado. Tanto sus glorias como sus abismos. Y partir, de allí, a la verdad. |
|
CARLOS FUENTES España |