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Las taciturnas nubes se
amontonan sobre la oscura linde del bosque.
¡No salgas, hijo mío! Las palmeras alineadas en el borde del lago
revuelven sus cabezas contra el cielo lúgubre; los grajos de alas tiznadas
se callan en las ramas de los tamarindos y una oscuridad creciente invade
la orilla oriental del río.
Atada a la cerca, nuestra vaca muge ruidosamente.
Espera aquí, hijo mío, hasta que la haya llevado al establo.
Los hombres se precipitan en los prados inundados para coger los peces que
saltaron de los estanques desbordados. Los arroyuelos del agua de la
lluvia corren por los estrechos senderos como esos niños traviesos que
disfrutan escapando de su madre.
¡Escucha, alguien llama al barquero del vado! ¡Oh, hijo mío, se ha hecho
ya de noche y no se puede cruzar el lago! Se diría que el cielo galopa
rápidamente sobre la lluvia enloquecida, las aguas del río rugen
impacientes y las mujeres han vuelto precipitadamente del Ganges con sus
cántaras llenas.
Hay que preparar las lámparas para la noche.
¡No salgas, hijo mío! El camino del mercado está desierto, el sendero
junto al río resbaladizo, el viento ruge y se debate entre las cañas de
bambú como una alimaña cogida en una red. |