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No bien llegué a territorio
norteamericano, me acerqué a una computadora y pulsé la tecla Quejas.
Mis viejas convicciones anti-imperialistas me impulsaron a protestar
contra el muro que Estados Unidos está
levantando en la frontera con México. Yo
creía que esa vasta pared de acero se proponía impedir la libre
circulación de las personas, al mismo tiempo que el
Tratado de Libre Comercio aseguraba la libre circulación del
dinero, y eso no me parecía bien. Pero la computadora despejó la confusión
de mi espíritu:
-No es un muro -explicó-
es una obra de arte. Un gigantesco monumento que se erige en memoria de
los mártires del oprobioso Muro de Berlín.
Entonces pulsé la tecla Dudas. Se me ocurrió plantear el caso de
las leyes contra los inmigrantes. Leyes ya aprobadas, como la
187 de California, que suprime los derechos
de los inmigrantes ilegales, y leyes anunciadas, como las que amenazan
suprimir también los derechos de los inmigrantes legales. Mi duda era:
¿Se proponen estas leyes beneficiar a los indios?
Siendo Estados Unidos una nación de
inmigrantes, sólo los indígenas, los Native
Americans, quedarían a salvo de esas medidas. Me parecía un gesto
conmovedor: una expiación histórica, al cabo de tanto crimen y de tanto
desprecio. Pero la máquina me aclaró las cosas:
- En América, inmigrantes son todos, y los indios
también. Ellos vinieron desde el Asia, hace 30 mil años. Las leyes no
tendrán excepciones.
Pulsé la tecla Iniciativas. Pregunté si ya existía algún proyecto
para fabricar una tinta mágica, que fuera capaz de bañar a la mano de obra
latinoamericana, para hacerla invisible, cada día, a la caída del sol,
después de las horas de trabajo en los campos y en las calles del norte.
Esa tinta podría evitar la molesta presencia de los braceros mexicanos y
centroamericanos en las plazas, cines, restoranes y otros lugares públicos
de los pueblos y ciudades de Estados Unidos.
- No todavía - informó la computadora.
Volví a pulsar la tecla Iniciativas. Pregunté si a nadie se le
había ocurrido la idea de abrir una embajada de los
Estados Unidos de América en Estados Unidos
de América, con sede en Washington,
para que la CIA pudiera organizar
golpes de Estado también en su propio país.
- No todavía - repitió la computadora.
Regresé a la tecla Dudas. Pregunté: ¿No será un error que se llame
Secretaría de Defensa al órgano de gobierno
que se ocupa de la fuerza militar de Estados Unidos?
¿No será un error llamar Presupuesto de Defensa
al dinero que la alimenta? Defensa me
parecía una palabra equivocada, teniendo en cuenta que
Estados Unidos no ha sido jamás invadido por
nadie, pero en cambio se ha dedicado a invadir a los demás, desde los
albores de su vida independiente, a un promedio de una invasión por año.
¿Y por qué esos gastos de Defensa siguen
siendo tan enormes, casi el doble que en 1980? ¿Defensa contra quién, si
ahora los rusos son buenos? Con cibernética impaciencia, la máquina me
cortó el discurso y puso las cosas en su lugar:
- El mundo amenaza - explicó -
no se puede confiar en nadie. Los buenos de ayer
pueden ser los malos de hoy. Los buenos de hoy pueden ser los malos de
mañana.
Yo agradecí la información, pero pedí a la computadora que me diera
un ejemplo, sin ánimo de abusar de la buena voluntad de la tecnología.
- El tabaco - respondió la máquina.
En ese momento se me iluminó la cabeza. Me di cuenta de que ésa era una
tremenda verdad: ayer el cigarrillo había sido bueno, en los labios de
Humphrey Bogart o del vaquero de
Marlboro, pero hoy es malo. Malísimo.
Estados Unidos ha declarado la guerra santa
contra el cigarrillo. Ignorante de mí, pregunté: ¿Por qué? ¿Se prohíbe el
cigarrillo porque da cáncer, o
porque da placer? Entonces la computadora se
desconectó. Y yo me quedé sin saber si los marines iban a invadir a los
países fumantes, para salvar al mundo del pecado del humo. No habiendo más
enemigos a la vista, ésa me parecía una promisoria posibilidad para el
Pentágono y su presupuesto.
La máquina se negó a seguir funcionando. No me sorprendió. Yo nunca he
tenido confianza en las computadoras. Siempre he sospechado que ellas
beben de noche, cuando nadie las ve. |