Una pincelada de más acaba por
estropear un cuadro, una sola palabra puede arruinar un poema y también
puede destruir una historia de amor, si se convierte en una bala.
Detenerse a tiempo, esa es la primera regla del arte y
Matisse lo sabía cuando pintó su famosa
composición La Danza, en la que cinco
muchachas desnudas bailan agarradas de las manos formando un círculo con
la guirnalda de sus brazos.
La simple apariencia te hace creer que ese círculo es perfecto, que está
totalmente cerrado, que en él ya no cabe nadie más, pero no es así. Dos
bailarinas en primer plano no llegan a alcanzarse con las manos, el
artista ha creado entre ellas un vacío que genera una tensión rítmica en
todas las danzantes forzándolas a girar. Es difícil encontrar un cuadro
que exprese mejor la dicha de vivir. Da la sensación de que al espectador
le bastaría con agarrarse de esas manos libres aún para ensanchar el
círculo y sumarse al baile.
Ese vacío está formado por los momentos felices de la vida: la playa de la
niñez llena de gritos y de cuerpos dorados persiguiendo la pelota de
Nivea, las risas de tu juventud con los
amigos a la sombra de los plátanos, el Campari
que iluminaba la terraza del café Rosati en
Roma, todos los viajes al
Sur, las dunas del desierto rayadas por los
lagartos, aquellas hogazas de trigo candeal que tenían el color del
románico, la lectura de los versos de Keats
favorecida por una melodía de Grieg, aquella
navegación por la costa de Turquía buscando
recalar en Efeso.
Basta con desnudar la memoria y aceptar como un don de los dioses la
belleza que un día te fue regalada sin más, para que esas muchachas de
Matisse te admitan con gusto en la danza. El
pintor Miguel Ángel también conocía la carga
magnética que contiene el vacío, por eso en lugar de unir los dedos de
Adán y de Jehová
en el techo de la Capilla Sixtina dejó sus
yemas a punto de entrar en contacto, vibrando en el aire, sin llegar a
rozarse. El vacío que existe entre esos dedos, de pronto, causó una
detonación y su onda explosiva creó al primer hombre.
En la plaza del poblado dos vaqueros se miran a los ojos con las manos en
la culata del revólver: el vacío que existe entre ellos es absolutamente
creativo; una pareja de adolescentes está a punto de besarse por primera
vez: esa mariposa radioactiva que aletea entre sus labios podría levantar
una montaña; unos amantes van a pronunciar la palabra maldita que
destruirá una larga historia de amor: su silencio incluye la vida y la
muerte. El arte consiste
siempre, en detenerse. |