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Nueva
York, Madrid, Londres: el terrorismo ataca nuevamente. Este fue el
título principal de muchos diarios del mundo, en la edición que informó
de las explosiones que sacudieron a la capital inglesa. Reveladora
coincidencia: no mencionaron a Afganistán ni
a Irak.
Los bombardeos contra Afganistán y contra
Irak ¿no fueron, no siguen siendo, atentados terroristas, que en
el caso de Irak se repiten día tras día? ¿No
es siempre, o casi siempre, la clase trabajadora quien pone los muertos
en los atentados y en las guerras? ¿No merecen el mismo respeto y la
misma compasión las víctimas de cualquier expresión del desprecio por la
vida humana?
Sin comerla ni beberla, no menos de tres mil campesinos fueron
despedazados por las bombas que buscaron, y no encontraron, a
Bin Laden en tierras afganas. Y no menos de
25 mil civiles, muchos de ellos mujeres y niños, fueron despedazados por
las bombas que buscaron, y no encontraron, las armas de destrucción
masiva en Irak, y por el baño de sangre que
sigue provocando la ocupación extranjera del país.
Si Irak hubiera invadido a los
Estados Unidos, anormalidad que a nadie se
le pasa por la cabeza, las víctimas civiles serían, en proporción,
trescientos mil norteamericanos. Por los siglos de los siglos resonarían
en el mundo los truenos de semejante horror. Como los muertos son
iraquíes, rápidamente se convierten en costumbre.
En 1776, la Declaración de Independencia de los
Estados Unidos afirmó que todos los hombres son creados iguales,
pero poquitos años después la primera Constitución aclaró el concepto:
estableció que en los censos de población, cada negro equivalía a las
tres quintas partes de una persona. ¿A cuántas partes o partecitas de una
persona equivale, hoy día, un iraquí?
Unos son más iguales que otros, dicen
que dicen. Y dicen: Otros vendrán que bueno te
harán.
El terror de Estado, fecundo papá de todos los terrorismos, encuentra
coartadas perfectas en los terrorismos que genera. Derrama lágrimas de
cocodrilo cada vez que la mierda pega al ventilador y simula inocencia
ante las consecuencias de sus propios actos. Pero no tienen de qué
quejarse los dueños del mundo: las atrocidades que
cometen los fanáticos y los locos les brindan justificación y les regalan
impunidad.
La mentira tiene patas cortas. A la
vista está: la mentira tiene patas larguísimas. Tan larguísimas que
corren a mucha mayor velocidad que los desmentidos de los mentirosos.
Después de gritar a los cuatro vientos que Irak
era un peligro para la humanidad, Bush y
Blair admitieron públicamente que el país
que habían invadido y aniquilado no tenía armas de destrucción masiva. En
las elecciones siguientes, en Estados Unidos
y en Gran Bretaña, el
pueblo los recompensó reeligiéndolos.
El crimen no paga: ya ni los refranes
saben lo que dicen. El mundo gasta nada menos que 2.200 millones de
dólares por día, sí, por día, en la industria militar, industria de la
muerte, y día tras día la cifra sube y sube. Las guerras necesitan armas,
las armas necesitan guerras y las guerras y las armas necesitan enemigos.
No hay negocio más lucrativo que el asesinato practicado en escala
industrial. Su industria derivada, la industria del miedo, consagrada a
la fabricación de enemigos, es hoy por hoy la principal fuente de
ganancias de las empresas dedicadas al entretenimiento y a la
comunicación. En Hollywood ya no hay
película que no estalle, y sus guionistas agregan sustos al susto: por si
fuera poco el pánico terrestre, agregan las amenazas del terror importado
desde otros planetas. La industria militar necesita producir miedo para
justificar su existencia.
Perverso circuito: el mundo se convierte en un matadero que se convierte
en un manicomio que se convierte en un matadero que...
Irak, país bombardeado, ocupado, humillado,
es la escuela del crimen más activa en nuestros días.
Sus invasores, que dicen ser libertadores, han
montado allí el más prolífico criadero de terroristas, que se alimentan
de la desesperanza y de la desesperación.
Al que madruga, Dios lo ayuda.
¿Madrugan los jefes guerreros? ¿Madrugan los exitosos banqueros? En
realidad, el refrán exhorta a levantarse tempranito a los humildes
laburantes, y proviene de los tiempos en que trabajar rendía. Pero en el
mundo actual, el trabajo vale menos que la basura.
De los dos motores del sistema universal de poder, este sistema que se
llamaba capitalismo allá en mi infancia, sólo funciona uno. El estímulo
de la codicia desapareció, al menos para la mano de obra. Ya nadie tiene
ni la más remota esperanza de hacerse rico trabajando. Ahora los dos
motores son el miedo y el miedo: miedo a perder el empleo, miedo a no
encontrar empleo, miedo al hambre, miedo al desamparo.
Los sindicatos defendían a los trabajadores, en tiempos que ahora parecen
prehistóricos. Las empresas multinacionales más famosas,
Walmarts y McDonald's,
niegan sin el menor disimulo el derecho obrero a la agremiación y arrojan
a la calle a quien cometa la osadía de intentarlo.
A los organismos internacionales que velan por los derechos humanos, esta
escandalosa violación no les mueve un pelo; y el ejemplo cunde. El
ninguneo de los sindicatos, o su prohibición lisa y llana, empieza a ser
normal. El sindicalismo, fruto de dos siglos de luchas obreras, está en
crisis en todo el mundo, como están en crisis todos los instrumentos de
defensa colectiva y pacífica de la gente que vive de su trabajo, y que
ahora, librado cada cual a su suerte, sobrevive obligada a aceptar, sí o
sí, lo que los empleadores exigen: el doble de horas a cambio de la mitad
del salario.
Los sindicatos, debilitados, perseguidos, poco pueden ayudar, y Dios
tiene, al parecer, otras ocupaciones. El presidente
Bush lo necesita noche y día: es misión divina su proyecto de
conquista del planeta, y Dios guía sus pasos. ¿Cómo se comunican? ¿Por
mail, por fax, por teléfono, por telepatía? Secreto
de Estado.
A las armas las carga el Diablo. Este
refrán no se equivoca. Dios no puede ser tan
jodido. Ha de ser el Diablo el que carga las
armas, o al menos las armas de destrucción masiva, las verdaderas, las
que Irak no tenía, las que están reventando
al mundo: los bombardeos de mentiras de las fábricas de opinión pública;
las armas químicas de la sociedad de consumo, que enloquecen el clima y
pudren el aire; los gases venenosos de las fábricas del miedo, que nos
obligan a aceptar lo inaceptable y convierten la indignidad en fatalidad
del destino; la mortífera impunidad de los asesinos seriales elevados a
la categoría de jefes de Estado; y las espadas de doble filo de las
grandes potencias que multiplican, a la vez, la
pobreza y los discursos contra la pobreza, y al mismo tiempo
venden minas antipersonales y piernas ortopédicas
y desde los cielos arrojan misiles y contratos de
reconstrucción sobre los países que aniquilan. |