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Lunes, 25 de abril de 2005 |
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De todas partes del mundo venían
Cardenales de la Iglesia Católica, cargando cada
cual las angustias y las esperanzas de sus pueblos, unos martirizados por el
sida y otros atormentados por el hambre y por la guerra. Llegaban a la sede de
Pedro para elegir a un nuevo
Papa. Siguiendo el rito, se reunieron en cónclave
para juntos rezar y discutir el estado de la Tierra y de la Iglesia y
considerar, a la luz del Espíritu de Dios, cuál
de ellos sería más apto para cumplir la difícil misión de
confirmar a los hermanos y hermanas en la fe,
mandato que el Señor había dado a
Pedro y a sus sucesores. Mientras estaban allí, encerrados y aislados del resto del mundo, he aquí que aparece un señor que por el modo de vestir y el color de su piel parecía ser semita. Llegó a la puerta de la Capilla Sixtina y dijo a uno de los cardenales retardatarios: - Puedo entrar con Usted, pues todos los Cardenales son mis representantes y necesito urgentemente hablar con ellos.
El Cardenal, pensando que se trataba de un loco,
hizo un gesto de irritación y benévolamente le dijo: El guardia lo miró de arriba abajo, no dando
crédito a lo que oía y, perplejo, le pidió que repitiese lo que había dicho.
Y él lo repitió. El guardia, con cierto desdén, le dijo: Pero aquella enigmática figura insistió: El guardia, con razón, pensó que estaba ante
uno de esos paranoicos que se presentan como César
o Napoleón. Llamó al jefe de la guardia que
había oído todo. Éste lo agarró por los hombros y le dijo con voz alterada: Mandó que lo llevasen al jefe de policía de
Roma. Allí se oyó el mismo pedido: El jefe de policía ni siquiera se tomó la
molestia de escucharle. Con un simple gesto ordenó que lo retirasen. Dos
policías robustos lo metieron en una celda oscura. Hasta que un soldado enorme irrumpió celda
adentro y comenzó a golpearlo sin parar hasta que cayó desmayado. Después le
amarró los brazos con un trapo y lo colgó de dos ganchos que había en la
pared. Parecía un crucificado. Ya no se oyó más gritar:
necesito hablar con mis representantes, los cardenales. - Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron - observó tristemente un evangelista suyo. | |
LEONARDO BOFF |