En busca de alimento
iba un Lobo muy flaco y muy hambriento.
Encontró con un Perro tan relleno,
tan lucio, sano y bueno,
que le dijo:
- Yo extraño
que estés de tan buen año
como se deja ver por tu semblante,
cuando a mí, más pujante,
más osado y sagaz, mi triste suerte
me tiene hecho retrato de la muerte.
El Perro respondió:
- Sin duda alguna
lograrás, si tú quieres, mi fortuna.
Deja el bosque y el prado;
retírate al poblado;
servirás de portero
a un rico caballero,
sin otro afán ni más ocupaciones
que defender la casa de ladrones.
- Acepto
desde luego tu partido,
que para mucho más estoy curtido.
Así me libraré de la fatiga,
a que el hambre me obliga
de andar por montes sendereando peñas,
trepando riscos y rompiendo breñas
sufriendo de los tiempos los rigores,
lluvias, nieves, escarchas y calores.
A paso diligente
marchando juntos amigablemente,
varios puntos tratando en confianza,
pertenecientes a llenar la panza.
En esto el Lobo, por algún recelo,
que comenzó a turbarle su consuelo,
mirando al Perro, dijo:
- He reparado
que tienes el pescuezo algo pelado.
Dime: ¿Qué es eso?
- Nada.
-
Dímelo, por tu vida, camarada.
- No es más
que la señal de la cadena;
pero no me da pena,
pues aunque inquieto
a ella estoy sujeto,
me sueltan cuando comen mis señores,
recíbanme a sus pies con mil amores:
ya me tiran el pan, ya la tajada,
y todo aquello que les desagrada;
éste lo mal asado,
aquel un hueso poco descarnado;
y aun un glotón, que todo se lo traga,
a lo menos me halaga,
pasándome la mano por el lomo;
yo meneo la cola, callo y como.
- Todo
eso es bueno, yo te lo confieso;
pero por fin y postre tú estás preso:
jamás sales de casa,
ni puedes ver lo que en el pueblo pasa.
- Es así.
- Pues,
amigo,
la amada libertad que yo consigo
no he de trocarla de manera alguna
por tu abundante y próspera fortuna.
Marcha, marcha a vivir encarcelado;
no serás envidiado
de quien pasea el campo libremente,
aunque tú comas tan glotonamente
pan, tajadas, y huesos; porque al cabo,
no hay bocado en sazón para un esclavo. |