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102 • EL VIEJO |
Miércoles, 19 de diciembre de 2001 |
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El Viejo palpó la piedra con cuidado, estaba
caliente. Entrecerró los ojos, era un buen sol. Sí, no había duda de que lo era, su
componente principal: amarillo... un buen sol. Y tampoco había duda. La piedra estaba
caliente por el sol. Y el aire era fresco, perfumado: balsámico. Era bueno estarse así,
al sol... cruzó las piernas bajo sus muslos; y los brazos. Cerró los ojos totalmente, y
se dejó hamacar por una nana que pugnaba por apretarse contra las cansadas paredes de su
cerebro. Ah, era bueno estarse así, al sol, al calor, después de tanta... El muchacho lo estaba mirando. No supo en qué momento el muchacho había llegado allí, en qué momento se había detenido para mirarlo. Sólo abrió los ojos, y lo encontró, frente a sí. Mirándolo. Era un muchacho joven, con los cabellos quizás largos, castaños. Los ojos francos. Vestía ropas de arpillera o algo semejante, con un diseño como el de los mamelucos de cuando el Viejo era niño. Unas cabras (las miró dos veces y sí, eran cabras) pastaban un poco más allá, junto al verde camino que intuyó llevaba a alguna ciudad. Se oía una especie de flauta, lejana, y el silbo del viento entre los árboles. Esperó, expectante, la voz del mozo. De eso dependían tantas cosas. - ¿Quién sos, che? Suspiró. No sólo estaba en un lugar con idioma castellano, español. Además estaba en un lugar donde se hablaba su castellano. - Llamame el Viejo, pibe. ¿Y vos, quién sos? - ¿El Viejo? Pero... vos no sos un viejo. Tendrás... ¿Pero de dónde saliste? Nunca te vi por estos pagos... Sí, era muy posible que ahora no fuese un viejo. Lo sabría cuando encontrase un espejo, o un poco de agua donde el reflejo le permitiera mirarse. No importaba. - ¿Qué pagos son estos, muchacho? ¿Qué época? - Ah, sos un forastero... Comprendo. Alguno que llegó con el traspaso de la medianoche, y se deslizó fuera de la estación, ¿eh? ¿De dónde venís, Viejo? - Una pregunta cada uno. ¿Cómo te llamás, pibe? - Hétor. Soy Hétor. Caminaron por la ruta verde. Sí, había césped sobre el camino, y no cruzaron ningún vehículo yendo o viniendo de la ciudad. Pero sin duda habría algún medio de locomoción. El Viejo no quiso preguntarlo en ese momento. El cielo empezaba a enrojecer, por un sitio que debería ser el oeste. - ¿Qué época es, Hétor? - Verano. - ¿Qué año? - ¿Cómo qué año? Este año. Verano de este año. ¿Qué preguntás, Viejo? ¿Cómo hacerle entender de fechas, de calendarios? Aparentemente, Hétor no los usaba. ¿Qué era esto? ¿Una sociedad pastoril? Tal vez una época regresiva después de algún holocausto. Había un aire como a gastado en los árboles, en los cerros, en las piedras. Sí, eso debería ser. Una sociedad pastoril del... La Ciudad surgió de pronto, como acunada por un valle. ¿Córdoba? El Viejo sacudió la cabeza. Ya había aprendido eso. Era como mirar el tajo de la boca del perro y los ojos ceñudos del búho y decir "sonríe" o "está enojado". Simples transposiciones de lo de uno a lo desconocido. La Ciudad tenía cristales, torres. El aire entre las torres estaba recorrido por vibraciones extrañas, por sombras indescriptibles. Extraños juegos de colores se deslizaban por las calles cubiertas de césped. Música. Brotando, creciendo, yéndose y viniendo. Algunas personas, saludando, sonriendo.Y Hétor, llevando sus cabras a una casita cuadrada y amorfa, como cambiante, como recipiente para distintas percepciones. Acaso fuera eso. Un mundo de recipientes para las sensaciones individuales y diferentes. - ¿Por qué criás cabras? ¿Cómo podés criarlas en la ciudad? - Dejate de joder con preguntas, Viejo. No sé contestarlas. Vas a vivir en mi casa, si no te molesta. A Heva le vas a gustar. - ¿Tu esposa...? Perdoname, no puedo dejar de preguntar... - Sí, mi esposa. Una linda esposa, Viejo. A vos también te va a gustar. Heva era algo más que una chica para gustar, era bella, tan bella que dolía... No, no era plástico, como le había parecido en un principio, tocando suavemente las paredes, uno tenía la sensación de palpar ladrillos cocidos hasta volverse vidrio. O cerámica. Las paredes eran el principio de la exploración, claro, porque la casa estaba llena de recovecos insólitos y de lugares comunes, como el inodoro, como la pava y el mate. Lugares no comunes, como esa especie de horca con una soga colgando del cielo hacia una ventana pálida en el techo, o la urna ribeteada de dientes que ondula suavemente en el borde de la pecera. Una pecera de peces proyectados, porque son siempre los mismos y recorren siempre el mismo hipnótico circuito. Y la extraña textura de los sillones, como piel de chancho sin pelar. Y esa luz que flota sin cables ni interruptores. El Viejo se pasa las horas tanteando la casa, intentando comprender, correlacionar, ubicar aquellas cosas en algún lugar de su tiempo y su espacio. Heva y Hétor lo miran algo de soslayo. Con una mirada que el Viejo reconoce, y a la vez no comprende. Sí, ya, ya. Es la mirada del adulto que mira de soslayo cómo el niño gatea tanteando todas las patas de los muebles y las molduras de los armarios. Sí, ya, ya. El Viejo, claro, tiene una mente formidable, y está comprendiendo en parte lo extraño de la casa. Y acaso de la pareja. Son las patas y las molduras inferiores de un mueble tan alto y lejano que su estatura no alcanza. Sí, tiempo y espacio. Mucho, en el futuro no hay duda. En el futuro del Viejo, claro. Acaso sepan de él. Acaso... Antes, el primer día, Heva lo recibió con un beso. Un beso en la boca. Un beso profundo, de una profundidad desconocida. Heva penetró dentro suyo, junto con su lengua suave. Fluyó en el interior del Viejo con un sentimiento nuevo y a la vez antiguo. El Viejo sintió una dulzura suave que le recorría el cuerpo, un abandono dulce. Y dolorosamente reconoció aquel sentimiento. En su tiempo y en su espacio, era amor. ¡AMOR!, ¿DONDE ESTAS, AMOR MIO?, ¡HIJAS!, ¡OH, DIOS! El llanto acudió a sus ojos, bañó el rostro de Heva. Heva apartó la boca. Lo miró con asombro. Palpó con suavidad las lágrimas. - Mirá, Hétor. Son lágrimas. Lágrimas tristes. - Sí... y no son de gozo son lágrimas de sufrimiento. - Vení, Viejo. Las noches son extremadamente frías. Vení, sentate junto al fuego. Vamos a hacerte pasar ese dolor. Vení... Lo sentaron (eso fue el día en que llegó) frente al fuego de leña crepitante en el hogar de ladrillos... éstos sí eran ladrillos. Hétor le abrigó las rodillas con una manta catamarqueña o eso parecía, de lana pura y verdadera, tejida en telar artesano. Heva le acarició las manos. -En nuestro mundo nadie sufre como vos, Viejo... vos... no sos de este mundo, ¿cierto? - No, Heva, claro que no. - Quizás te hayan mandado aquí para que te curemos, ¿no? -¿Quién puede saberlo, hija? El Viejo sonreía entre sus lágrimas, y sonreía triste. Había tantas leyendas en su espacio y en su tiempo... ¿quién puede saberlo? Heva deslizaba sus suavísimos dedos por las turgentes venas y los delgados huesos de la mano del Viejo. Curioso. Antes habían estado allí las marcas de las púas del alambre, y las de sus propios dientes, cuando se mordía para aguantar el dolor, y la tercera falange destrozada irremediablemente por la morsa de carpintero de la "enfermería", y la cicatriz blanca donde le habían arrancado las uñas, y la pus que nunca acababa donde le habían metido las espinas de cacto, y... - Oh, Hétor, mirá cómo llora. No puedo soportarlo. No puedo. - Tampoco yo, Heva. El interior de la casa también tenía césped. Suave. Cálido. Las cabras habían entrado con ellos, y triscaban en un rincón. Por la ventana abierta se veía caer la noche entre los árboles, y llegaba el trino de los últimos pájaros. ¿Qué era aquello?, ¿estereoproyección?, ¿paisaje de plástico?, el aire cálido de la estufa, ¿hipnosis?, el silencio de fondo, ¿amortiguación de vibraciones? La mente del Viejo, corriendo aparte de los sentimientos y los recuerdos y del dolor mismo, seguía empeñada en el desentrañamiento lógico. Mejor así. Una parte del Viejo, al menos, conservaba los pies en la tierra. En aquella tierra. - En algunos planetas se guerreaba. Durísimas batallas. Terrible armamento... - Sí. Lo sabemos. - En otros lugares había seres rosados, informes. Cantaban a las cosas, con una dulzura conmovedora. Pero, en el tiempo del celo, se devoraban entre ellos. - Sí. Tenemos nombres para nombrarlos. - Nombres. Conocí cosas de mil nombres. Y cosas innombrables. Asistí a acontecimientos miserables. Y a acontecimientos fabulosos. En Laskaria... - Los Glóbulos perdieron la guerra contra los Gurbos... El viejo sonrió. Sí. Aquel mundo era su mundo. Ellos sabían las cosas que él sabía. - ¿Esto es la Tierra, verdad? ¿Estoy en la Tierra, muchachos? Entonces, Héctor y Heva sonreían. Y en su sonrisa el Viejo comprendía que no, no sabían de qué hablaban. Que acaso no lo habían sabido nunca. Que quizás los dos o tres nombres conocidos que deslizaba en las conversaciones fueran extraídos de su pensamiento. O de sus subvocalizaciones. Y sus manos se enfriaron. Y la oscuridad pareció ganar la casa verde y amable. Estaba solo. La cama de espuma, de todos modos, incitaba al sueño. Al sueño, más que al descanso. La mente viajaba más allá de un cuerpo en reposo. Caminaba por la oscuridad pelada del desierto de cristales. Por encima de la colina, aparecían los pawnees, con sus rostros señalados con las torvas pinturas del camino de la guerra. Y oía los secos disparos de los poilús, desparramados por el viento helado, mientras acababan a los boches distraídos en las trincheras, en la tierra estremecida por los cañones de Montecassino. Caminaba esquivando los conos pefectos de las hormigas y las casas ideales de los horneros, y alguien gritaba a lo lejos: Eternauta... El Viejo sonreía en sueños. Eternauta. Precisamente a él... No, no decía "Eternauta" la voz. Es que uno se rayaba con las torpes fantasías de la loca imaginación. Uno se bancaba demasiado las angustias existenciales de los personajes que salían -empero- de uno mismo. La voz decía "Viejo" y era la de Heva. Heva, que se había untado el cuerpo desnudo con un aceite aromático, dorado brillante, con gusto a manzanas verdes. Dulzón... Su ciencia en el amor era increíble. El Viejo sentía que una parte de sí se le iba, con el semen ardiente. Como si lo vaciaran. -Debo irme - dijo el Viejo. -¿No sos feliz aquí? ¿No te complace mi mujer? A lo mejor preferís que sea yo quien... -No. No es eso. Debo irme,,, porque tengo miedo. -Venís de algún sitio de dureza y dolor, Viejo. Aquí estarás bien. Aquí somos felices. -Sí, ya me dí cuenta. Y eso es a lo que temo. Ser feliz. Perder mi dolor. Mi angustia. Olvidarme de mi tristeza. -No te entiendo. ¿No buscás eso? ¿No querés felicidad? -Sí. Pero también quiero mi identidad. -Tu identidad no vale lo que tu felicidad. El Viejo sonrió con tristeza. Ellos no entendían. Se sentaban junto al fuego, porque los días eran cortos, y las noches muy frías. Caminaban por las colinas con las cabras. O asistían a torneos de excitación, con muchas otras personas amables. La sensación que producían al Viejo era aquella de las películas en episodios en el cine de su barrio. Sólo la sensación, claro. Un día consiguió huevos verdaderos. Y un sustituto de aceite de freír. Y un cacharro que remedaba una sartén. Huevos fritos. En la superficie tersa del aceite halló el espejo que no había hallado en ninguna parte. En la superficie tersa del aceite se vió. Un hombre joven, era ahora. De la edad de Hétor. Rasgos seguros, suaves y recios. Cabello muy rubio, casi albino. Y en el fondo de sus ojos. En el fondo de sus ojos... Su nietito lo habían traído cómo lloraba mejor no mirarlo pensar todo está bien que no me vea tan mal viejo sin dientes golpeado el hígado destrozado a golpes orino sangre cago una cosa blanca el hombre atado al poste conmigo hablando de los ojos de su madre yo contando mis historietas entre la boca como pulpa por la cucharita el cosquilleo en los testículos primera sensación de electricidad luego el golpe el aire se va primer calor de los cigarrillos que no veo cerca del rostro luego la quemazón la abeja mordiendo mordiendo la cucharita en la boca ardiendo o vibrando de electricidad los pulmones destrozados por el agua con orines que entra al final aunque uno no quiera el diente roto apretando la mandíbula para que corte no sé si eso que como sin ojos es como polenta grasienta o escupitajos verdes fideo crudo o cucaracha bastón de goma en las costillas peguen más hijos de puta yo que nunca insulto a nadie así que hijos de puta tomá mierda traigan a la hija la violamos enfrente suyo pero ni así nunca la trajeron un gaucho que amaba a los caballos y un perrito con los ojos ¡¡¡¡¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAH!!!!! Heva y Hétor lo arrastraron al sillón pelo de chancho
frente a la estufa de leña, llorando, llorando, llorando. Un chirrido espantoso un golpe de puertas metálico tipos que corren golpes abajo insultos más insultos olor a pólvora vieja gritos golpes contra el piso de goma suciedad barro aplastado se mueve el piso nos trasladamos dónde me llevan por qué no me merezco tanta atención si apenas se lo llevaron dónde dónde quién lo vió nadie nadie nadie pregunten no puede ser díganle a Collins qué puede averiguar no no está en ningún lado seguro salió del país qué es país pero tendría que escribir para él vivir sin escribir tiene que ser como vivir sin pensar no está desaparecido como las hijas el yerno los yernos qué pasa no puede ser aquí está aquí hecho un guiñapo viejo para qué sirve para qué de rodillas traigan la ametralladora ahora un sonido agudísimo una luz crudísima gritos tan lejanos ahora la calle de piedra qué arrastran parece un dinosaurio gritando de terror caer caer caer... ¡¡¡¡¡HIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIJAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAASS!!!!! Heva y Hétor lo sentaron en la piedra caliente. Sus rostros
ya no eran serenos. Pero, curioso, parecían más humanos. Lo sentaron en la piedra que el
Viejo creía que calentaba el sol. |
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JORGE CLAUDIO MORHAIN |