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811 • INSEGURIDAD |
Miércoles, 5 de mayo de 2004 |
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Borges suponía que la Argentina habría tenido un destino de grandeza si hubiese elegido como libro de cabecera el "Facundo" de Sarmiento, testimonio de la lucha contra la barbarie, y no el "Martín Fierro" de Hernández, epopeya de un desertor criminal que se levanta contra las autoridades constituidas. Esa canonización respondería, según Borges, a que el argentino desconfía del Estado y aplaude a quien se rebela contra él. La novela policial argentina nunca logró imponer, por eso mismo, a un héroe uniformado, como es tradición en otros países del mundo. El uniforme y la placa le recuerdan al argentino las injusticias del Estado, la represión, la delación, la mafia y el fascismo. Mientras que antihéroes "vagos y mal entretenidos" fueron seguidos en distintas épocas con singular fruición por el gran público. El fenómeno de la cumbia villera patentiza ese género de la rebeldía marginal, y en "Matador" de Los Fabulosos Cadillacs, emblema del rock, se verifican algunos de los conceptos del inconsciente colectivo. Allí Vicentico canta en tercera persona la épica de un asesino heroico a quien busca la policía y quien, antes de morir bajo sus balas, le reza a Víctor Jara, poeta chileno y mártir del socialismo setentista. Es que algunos segmentos ideologizados del progresismo, y por supuesto gran parte de la izquierda, sostienen que, como la delincuencia es producto de la miseria, y por lo tanto del capitalismo, los delincuentes son víctimas del sistema. Que forman parte de la lucha de clases y que de alguna manera se rebelan contra las injusticias del Estado. Que esas víctimas deben ser preservadas de la persecución de la policía, que es mafiosa y funcional al despojo producido por la burguesía. Y que sólo el crecimiento económico y la equidad social, que llevarán años, podrán menguar el auge de la violencia criminal. En países europeos como España, esta visión resulta completamente extravagante. Los socialistas y los conservadores discuten ardorosamente cada tema, pero no discuten la necesidad de combatir sin desmayos a la delincuencia. Hay militantes socialistas dentro de la policía, y esa profesión es tan respetada como la de los médicos o los bomberos. Los socialistas citan a los teóricos del marxismo leninista para explicar que los marginales son y fueron siempre contrarrevolucionarios, y plantean severidad, aunque con la ley en la mano, contra toda forma de transgresión criminal. Los socialistas jamás confunden al proletariado con el lumpenaje. Y aseguran que las principales víctimas de la delincuencia se encuentran precisamente entre las clases más humildes, a quienes el socialismo se ha propuesto defender. Saben que la pobreza extrema es una fábrica de marginalidad, que uno es inocente hasta que se demuestre lo contrario, que las cárceles deben ser rigurosas pero reformadoras, y que hasta el peor delincuente tiene derechos humanos. España, claro, está en Europa, la derecha y la izquierda son nítidas, competentes y modernas, y la policía no se dedica al narcotráfico, ni utiliza picanas, ni recauda para los políticos. La Argentina está en el cono sur del mundo, tiene niveles de pobreza pavorosos y la policía cumple rigurosamente con todos los pecados posibles: es cómplice, organizadora, gatilladora, torturadora y frecuentemente inepta. Algunos simplificadores de la vida política han ganado elecciones y audiencia pidiendo todo el poder para esa policía, y propugnando "meter bala" y una política de mano dura que no ha dado resultados estadísticos en ningún lugar del mundo. Pero creer que el ambiente en el que se mueven los delincuentes tiene algo que ver con "la cultura de los postergados", resulta un gran malentendido de ciertas clases ilustradas. Es una mirada pequeño burguesa progre, puesto que el proletariado argentino sufre más que nadie las consecuencias de los criminales y tiene, por lo tanto, pensamientos en las antípodas de esa posición romántica e indulgente. El delincuente es, en realidad, un individualista salvaje y la sociedad carcelaria, un laboratorio del horror fascista. Pero como ese malentendido nunca ha sido refutado, como la derecha irracional opone a ese error argumental otro error de concepto, el problema de la inseguridad ha ido creciendo como una gran mancha negra que todo lo toma y todo lo destruye. El progresismo está gobernando, y debe ser capaz de construir un plan de seguridad. Si el progresismo no es capaz de esa tarea indelegable del Estado democrático no podrá, en consecuencia, abandonar este primer estadio de fuerza experimental, no podrá conformarse en un verdadero partido de poder. Para construir ese plan debe luchar contra sus propios prejuicios genéticos y contra su escepticismo oculto. Ese escepticismo tiene que ver con la íntima convicción de que la inseguridad es un problema sin solución porque es un mero derivado del libre mercado. Deberá abandonar también la idea de arreglar el asunto en el largo plazo. Puesto que, como dice el refrán, es posible que en el largo plazo estemos todos muertos. También deberá deshacerse de la metodología de realizar declaraciones mediáticas rimbombantes cada vez que una muerte sacude a la opinión pública. Y de tirar por la ventana una cuota de comisarios por bimestre. El problema de la policía bonaerense es tan grave que ya no puede ser reparado con parches. Ni por acción de un gabinete. La Bonaerense ya no es un problema bonaerense sino nacional, y es por eso que el Congreso de la Nación debería intervenirla y transformarla luego de un debate realista y sin hipocresías. Ese debate no podría excluir de ningún modo el hecho de que su presupuesto es irreal, y que la policía se autofinancia con delitos. Ni que punteros territoriales reciben su tajada. Ni que el partido gobernante es un gran responsable de lo que en ese distrito ocurre. Si el gobierno progresista no detiene esta guerra, si sigue mirando con desconfianza a quienes exigen una solución y piensa que es "facho" ocuparse de estos temas, no importa cuánto éxito pueda obtener en otras áreas: sus propios votantes lo castigarán tarde o temprano por esa deserción. La seguridad no es de derecha ni de izquierda, y el Estado es como un padre firme y justo. Un padre autoritario y un padre permisivo producen igualmente daño, construyen hijos monstruosos. Un padre firme, pero a la vez justo, disciplina con dolor y quiere con justicia, reparte premios y castigos, prepara para la vida. Los Estados autoritarios fracasan en las sociedades modernas. Y por cruel paradoja, el Estado permisivo produce finalmente lo que abomina: no hay peor fascista que un burgués asustado. |
De un artículo de JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ |