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647 • MASCOTAS |
Sábado, 25 de octubre de 2003 |
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Permanentemente se peleaba con Ismaél, el del cubículo de
enfrente. El tipo era insoportable, odiaba todos los animales,
ningún bicho le caía bien.
Trataba de convencerlo de la importancia (confirmada por
los científicos) de tener una mascota para anular los daños
del stress que condiciona la vida actual. Le decía lo
importante que era para los solitarios como ellos (él era
viudo, e Ismaél soltero empedernido) el tener un ser por
pequeño que fuera, del que preocuparse. Alguien o algo que
le demostrara cariño, un ser que se interesara por uno,
aunque fuera por la comida o por seguridad. Esas pequeñas
cosas cortaban la rutina opresiva del día a día de la casa a la
oficina y de la oficina a la casa, sin hablar de esa soledad
interminable de los días libres, para los que están solos.
Pero el compañero estaba cerrado a todo tipo de discusiones
sobre el tema. Ni que hablar los otros cuatro funcionarios,
en especial las dos mujeres, que tampoco compartían sus
ideas sobre las mascotas. Por más que intentó repetidas veces convencerlos, nunca
lograba que entendieran lo bien que le hacía brindar amor a
esos pequeños seres. Y se sentía correspondido por esos
amigos, un sentimiento solo intuible cuando se actúa por
profundo amor. Pero nadie le hacía caso. Y como todos los días esperó que el personal se retirara de la oficina, y ya solo, en los pequeños huecos detrás de las estanterías puso los pedacitos de queso y pan de siempre y en los bordes de los placares del baño y de la cocinita donde tomaban el café de la tarde, desparramó un poco de azúcar. A los pocos minutos cuatro ratoncitos pequeños,
super simpáticos, de un color gris amarronado aparecieron en
escena y despreocupados se comenzaron a dar un banquete,
mientras en el baño y en la cocina decenas de cucarachas
obesas procedían a tapizar el piso sobre el azucarado regalo
cotidiano. Un par de roedores juguetones se le treparon en las piernas
por dentro de los pantalones haciéndole cosquillas y
generaron sus quejas: En ocasiones pensaba en el trabajo que le daba protejer a sus bichitos de estimación cuando venían los fumigadores, pero esos días, que conocía de antemano porque él se encargaba de programarlos, siempre se quedaba haciendo horas extras para protejerlos, tapando la entrada de los pequeños túneles que él conocía y limpiando apresurado del piso el veneno que pulverizaban. En cierta forma eso también lo distraía, no podía negarlo. Satisfecho, marcó la salida en el tarjetero y bajó apresurado. Tenía que llegar a tiempo a la casa para alimentar a sus
ratas... ¡tanto tiempo solitas, con lo que lo extrañaban!... y
los miles de pequeños gusanitos inquietos. Además ya era
tiempo de pensar en conseguir mas alimentos, porque el
cadáver de su mujer prácticamente lo habían consumido. | |
SENÉN RODRÍGUEZ PERINI |