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501 •  LA DESPEDIDA

 

Jueves, 8 de mayo de 2003

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La gente ya subía al tren, aunque faltaban todavía cuarenta y cinco minutos para la hora de salida. Cuarenta. Treinta y cinco. Gómez se iba del país. Estaba solo y miraba los quioscos de la estación, la cantina, las caras de la gente. Miraba todo como despidiéndose para siempre. Sintió hambre y se le antojó comer un sánduiche, pero recordó que había pasado todo su dinero a dólares. Tenía sin embargo aún algunas monedas en el bolsillo. Las sacó para contarlas, a ver si le alcanzaban. No. No le alcanzaban. Había también una ficha de teléfono. Ya nunca Gómez la usaría. Pero sí, se le ocurrió una forma de usarla. Buscó un teléfono público, descolgó el auricular, y se detuvo unos instantes a inventar un número. Lo fue armando de a poco, con las cifras que más le gustaban y en su orden preferido. Puso la ficha y discó. La señal sonó tres veces y atendió una mujer.
- ¿Olá? - dijo.
- Buenas noches - contestó Gómez.
- ¿Con quién quiere hablar? - preguntó la mujer.
- Con nadie en especial - dijo Gómez - me estoy yendo del país y quise llamar a alguien, para despedirme.
- ¿Y por qué a mí? - preguntó ella - ¿Usté me conoce?
- No, no creo - contestó él - Yo disqué cualquier número. Disqué el número que más me gustó.
-¿Y en qué se va? - preguntó ella - ¿En avión?
- No, en tren - dijo Gómez.
- Espéreme un segundo - dijo la mujer.
- ¿Qué va a hacer? ¿Rastrear la llamada?  -preguntó él.
- No, voy a juntar mis cosas. Quiero irme con usté - fue la respuesta.
Gómez sintió que un escalofrío caliente le recorría el cuerpo.
- Apúrese - dijo - el tren sale dentro de veinticinco minutos.
- Voy para allá. Me tomo un taxi - dijo ella, y colgó.
Gómez se fumó cuatro cigarrillos. Se acercó al andén. Ya toda la gente había subido, y algunos parientes y amigos de los que viajaban se tomaban con éstos de las manos a través de las ventanillas abiertas.
- Hola - dijo de pronto una voz, muy cerca de Gómez.
- Ah. ¿Es usté?
- Sí. ¿Usté también?
- Sí
- dijo él - Apúrese. Este es el tren. Saque su pasaje y vamos a subir.
- No tengo plata
- contestó ella - ¿No me lo puede sacar usté?
- No
- dijo él - Solamente tengo dólares y no hay tiempo para cambiarlos. El tren se va, ya es la hora.
- Devuelva su pasaje
- propuso ella - Después sacamos dos pasajes para mañana.
- Ya es tarde
- dijo él - Hasta diez minutos antes de la hora de salida se pueden devolver los pasajes, después no. Lo sé porque trabajé muchos años en el ferrocarril. Y además de todo yo no tendría por qué pagarle un pasaje a usté.
El tren empezó a moverse. Gómez besó a la mujer.
- Otra vez será - dijo.
- Sí, tal vez en otra ocasión - dijo ella.
- Sí
- dijo él, y corrió hacia el tren.

LEO MASLIAH
Colaboración Alejandro Sigal