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460 VIRTUDES CHOIQUE |
Sábado 22 de marzo de 2003 |
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Había una vez una escuela en
medio de las montañas. Los chicos que iban a aquel lugar a estudiar, llegaban a caballo,
en burro, en mula y en patas. Como suele suceder en estas escuelitas perdidas, el lugar
tenía una sola maestra, una solita, que amasaba el pan, trabajaba una quintita, hacía
sonar la campana y también hacía la limpieza. Me olvidaba: la maestra de aquella escuela
se llamaba Virtudes Choique. Era una morocha más linda que el 25 de Mayo. Y me olvidaba
de otra cosa: Virtudes Choique ordeñaba cuatro cabras, y encima era una maestra llena de
inventos, cuentos y expediciones. (Como ven, hay maestras y maestras). Esta del cuento,
vivía en la escuela. Al final de la hilera de bancos, tenía un catre y una cocinita.
Allí vivía, cantaba con la guitarra, y allí sabía golpear la caja y el bombo. Y ahora
viene la parte de lo s chicos. Los chicos no se perdían un solo día de clase.
Principalmente, porque la señorita Virtudes tenía tiempo para ellos. Además, sabía
hacer mimos, y de vez en cuando jugaba al fútbol con ellos. En último lugar estaba el
mate cocido de leche de cabra, que Virtudes servía cada mañana. La cuestión es que un
día Apolinario Sosa volvió al rancho y dijo a sus padres: - ¡Miren, miren ... ! ¡Miren lo que me ha puesto la maestra en el cuaderno! El padre y la
madre miraron, y vieron una letras coloradas. Como no sabían leer, pidieron al hijo que
les dijera entonces Apolinario leyó: Los padres de Apolinario abrazaron al hijo, porque si la
maestra había escrito aquello, ellos se sentían bendecidos por Dios. Y acá no iba a terminar la cosa. Al otro día Melchorcito
Guare llegó a su rancho chillando como loco de alegría: Imagínese el revuelo que se armó. Ese día cada chico
voló a su casa para avisar del convite. Y como sucede siempre entre la gente sencilla,
nadie faltó a la fiesta. Bien sabe el pobre cuánto valor tiene reunirse, festejar,
reírse un rato, cantar, saludarse, brindar y comer un asadito de cordero. Por eso, ese
sábado todo el mundo bajó hasta la casa del boticario, que estaba de lo más adornada.
Ya estaba el asador, la pava con el mate, varias fuentes con pastelitos, y tres mesas
puestas una al lado de la otra. En seguida se armó la fiesta. Mientras la señorita
Virtudes Choique cantaba una baguala, el mate iba de mano en mano, y la carne del cordero
se iba dorando. Por fin, don Pantaleón, el boticario, dio unas palmadas y pidió
silencio. Todos prestaron atención. Seguramente iba a comunicar una noticia importante,
ya que el convite era un festejo. Don Pantaleón tomó un banquito, lo puso en medio del
patio y se subió. Después hizo ejem, ejem, y sacando un papelito leyó el siguiente
discurso: Contra lo esperado, nadie levantó el vaso. Nadie
aplaudió. Nadie dijo ni mu. Al revés. Padres y madres empezaron a mirarse unos a otros,
bastante serios. El primero en protestar fue el papá de Apolinario Sosa: La gente bajó las manos y se quedó quieta. Todos miraban
fiero a la maestra. Por fin, uno dijo: Entonces sucedió algo notable. Virtudes Choique empezó a
reírse loca de contenta. Por fin, dijo: Todos fueron tomando asiento. Entonces la señorita habló
así: Todos habían ido bajando la mirada. Los padres estaban
más bien serios. Los hijos sonreían contentos. Poco a poco cada cual fue buscando a su
chico. Y lo miró con ojos nuevos. Porque siempre habían visto principalmente los
defectos, y ahora empezaban a sospechar que cada defecto tiene una virtud que le hace
contrapeso. Y que es cuestión de subrayar, estimular y premiar lo mejor. Porque con eso
se construye mejor. Cuenta la historia que el boticario rompió el largo silencio. Dijo: Comieron más felices que nunca. Brindaron. Jugaron a la taba. Al truco. A la escoba de quince. Y bailaron hasta las cuatro de la tarde. |
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CARLOS J. DURÁN |