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Sábado, 1 de Marzo de 2003 |
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La guerra siempre es inhumana y cruel, no importa el adjetivo que la catalogue: justa, injusta, colonial, imperial, emancipadora. A veces, muy pocas, el precio de la libertad y la justicia se paga con sangre y destrucción. Por lo general, es un recurso extremo de los poderosos destinado a conseguir un botín que, sin la fuerza de las armas, sería inalcanzable. Después de escuchar las razones de la Casa Blanca para atacar a Irak, expuestas al mundo por el canciller Colin Powell, esa generalidad quedó confirmada de nuevo. Con los datos aportados por el orador sobre las armas nucleares o biológicas que maneja o prepara el régimen de Saddam Hussein, ninguno confirmado hasta ahora por observadores independientes o de las Naciones Unidas, no logró disipar la convicción de autorizadas opiniones en el mundo, incluso norteamericanas, que aseguran que si hay guerra tiene un propósito central: asegurarse el control absoluto de la producción petrolera iraquí. Razones idénticas volcaron a la diplomacia de Washington a favor de la oposición al presidente electo Hugo Chávez de Venezuela, tercer proveedor mundial de Estados Unidos del mismo producto que el país árabe. Además del sabor a petróleo, el ímpetu guerrero tiene otra especulación económica, tampoco enunciada por Powell: la mayor economía del mundo está en dificultades y espera resolverlas por vía de la guerra. No son los únicos, por cierto, que simulan espanto mientras hacen cuentas sobre los beneficios económicos o financieros derivados de la movilización masiva de recursos militares desde Occidente. Hay fundamentos ideológicos que también concurren a justificar la agresión injustificada: una coalición conservadora internacional que mira al mundo con la misma lógica que proponen aquí las sectas del gatillo fácil y la mano dura para aniquilar la inseguridad urbana. Por fin, juegan a favor de los guerreristas los
sentimientos encontrados de la población norteamericana, que no se repone de la
sensación de estremecedora vulnerabilidad que les dejaron los atentados del 11/09/01. Hay
otros pueblos, sobre todo en Europa, sometidos también a la extorsión del miedo. Para
comprobarlo, alcanza con repasar las modificaciones regresivas de las políticas de
inmigración que se basan en el rechazo del diferente. Tenía razón, pero ¿quién elige morir en lugar de odiar y temer? Los conservadores como los Bush, padre e hijo, saben manejar el odio y el miedo para llevar agua al molino de los intereses materiales y políticos que defienden. Hay otro miedo, o mejor dicho la ausencia del miedo, que les facilita la tarea. Son los millones de personas que, sin estar de acuerdo con la guerra y aun a sabiendas de los objetivos verdaderos, eluden el compromiso con la paz, porque sucederá lejos de sus hogares o porque igual que en la Guerra del Golfo se verá como un videogame, sin ruidos ni sangre. ¿Cuántos saben hoy el costo humano de aquella guerra, quién ha contado los muertos por las bombas y las metrallas y los que todavía están cayendo por las consecuencias, en ambos lados? Hay que saber, al menos, que los riesgos mortales no son tan ajenos como parece. Después de los atentados a la embajada de Israel en Buenos Aires y a la sede de la AMIA, sólo hay que imaginar las posibilidades de la revancha o la venganza. Por suerte, Eduardo Duhalde quiere diferenciarse
de Carlos Menem y, en esta ocasión, no se sumó a la caravana militar que encabeza el
Pentágono. Sin embargo, aquí y en el mundo la resistencia pacifista es más meritoria
que multitudinaria. Ni siquiera en los discursos de los precandidatos a la sucesión
presidencial aparece el tema, no se sabe bien si por cálculo, por convicción o de puros
cipayos, nada más. En todo caso, sería bueno que cada fuerza social y política
reflexione sobre el estado del mundo, además de estar pendiente de los deseos del Fondo
Monetario Internacional (FMI). Otra vez nadie lo dijo como Albert Camus: Sí, hay que luchar. |
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Página/12
(6-FEB-2003) |