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352 • ELPIDIO

 

Viernes, 8 de noviembre de 2002

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Elpidio González

No se habla de él casi nunca. Su paso por los altos cargos públicos no significó para él un enriquecimiento material. Pobre, muy pobre, hizo frente al violento cambio de la fortuna con estoica simplicidad.

Fue un ciudadano argentino, un funcionario público -con mayúsculas- que alcanzó las mayores distinciones que puede dar la política y que, a pesar de estar sometido a todas las tentaciones del poder,  mantuvo su espíritu a resguardo de ellas, no se corrompió y, paradójicamente, aunque es un magnífico ejemplo de cómo debe ser un funcionario, de cómo debe ser un político, no es recordado. Hoy no se cumple ningún aniversario relacionado con su vida, pero lo recordamos porque conviene reconstruir actitudes dignas en la vida política.

Había nacido en Rosario, el 1 de agosto de 1875. En la ciudad de la bandera vivió su infancia y realizó sus estudios primarios y secundarios. Pero, para seguir adelante con su vida intelectual, optó por Córdoba. A la Universidad de Córdoba, a su Facultad de Derecho, ingresó en 1894, a los 19 años, y cursó allí hasta el quinto año de la carrera.

Al mismo tiempo se inició en la vida política. Y en ese camino descubrió al caudillo que seguiría toda su vida: Hipólito Yrigoyen. Participó de la revolución de 1905, cuando tenía treinta años y así estuvo preso, por causa política, por primera vez.

En 1912, a los 37 años, fue elegido diputado nacional. Ese mismo año, su partido le propone encabezar la fórmula de gobernador de la provincia de Córdoba. Rechazó insistentemente la candidatura, para seguir adelante con el cargo de diputado para el que había sido votado, el de diputado. Con 41 años, fue elector de la fórmula Yrigoyen-Luna y nuevamente, diputado nacional por Córdoba.

Entre 1916 y 1918 algo enfermo, fue ministro de Guerra, cargo del ejecutivo que equivale al del actual ministro de Defensa. De 1918 a 1921 -entre los 43 y los 46 años de edad- fue Jefe de Policía de la Capital. En 1921, además, fue elegido presidente de la Unión Cívica Radical. Y luego, la historia grande. Renunció a ese cargo y participó en la puja electoral. Luego volvió a la jefatura de Policía.

En los comicios presidenciales del 2 de abril de 1922, fue elegido Vicepresidente de la Nación, en la fórmula junto al aristocrático Máximo Marcelo Torcuato de Alvear. Eran los años de la Argentina venturosa, llena de futuro, de sueños, de proyectos y, por eso, de esperanzas. Eran los años de gobierno del presidente nacido en una mansión de tradición histórica lejanísima, que llegó a la presidencia por 460.000 votos, contra 370.000 de todos sus opositores. En ese gobierno, nuestro hombre representaba la línea de Yrigoyen. Era además, como vicepresidente de la República, Presidente del Senado, donde fue permanentemente atacado por los alvearistas, en un radicalismo partido en dos.

En 1928  durante la segunda presidencia de Yrigoyen, fue ministro del Interior hasta las vísperas de la revolución del 6 de setiembre de 1930, que derrocó a su jefe. Luego, la prisión, hasta los 57 años. Y un largo período de alejamiento de la política cuando, muerto Yrigoyen, prefirió seguir otros caminos, los del ciudadano común, que nada indebido extrajo para sí de la vida pública.

En 1945, cuando tenía 70 años, retomó la bandera yrigoyenista: un último alarde de lealtad a las ideas que él creía que encarnaba el líder que había seguido fervorosamente. Y después nada conocido, excepto que un día, como cualquier otro, en su vejez, rechazó toda pensión del estado que le correspondiera. Lo recordamos, había sido: diputado nacional, ministro de Guerra, jefe de Policía, vicepresidente de la República, ministro del Interior y preso político durante dos años, tras el derrocamiento del gobierno democrático de Yrigoyen.

Ya viejo, se lo veía por las calles de Buenos Aires vendiendo pomada para calzado y anilinas Colibrí.

Murió en Buenos Aires, el 18 de octubre de 1951... Hasta en la hora de su muerte fue austero, humilde. Esto dejó escrito en su testamento: “Pido ser enterrado con toda modestia como corresponde a mi carácter de católico, como hijo del seráfico padre San Francisco, a cuya Tercera Orden pertenezco, suplico con amor de Dios, la limosna del hábito franciscano como mortaja y la plegaria de todos mis hermanos en perdón de mis pecados y el sufragio de mi alma”.

Un hombre olvidado, quizás, porque es un espejo en el cual muy pocos (o acaso nadie en la política argentina de hoy) pueda mirarse... Elpidio González. No solamente hizo lo debido, sino que honró su actividad pública en demasía, con un desprendimiento superior al que se le puede pedir a un funcionario.


OSCAR GARCIA MASSA