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Recuerdo ahora a
Amet. Era un francés hijo de inmigrantes
argelinos, con quien nos hicimos amigos en París el verano de 1985, pues
él atendía la verdulería de la vuelta del departamento en el que yo vivía.
Creo que la atendía doce horas por día, pues quería forjarse un futuro.
Le gustaba Albert Camus. Siempre había un
libro suyo sobre el mostrador, y Edith Piaf,
cuyos discos siempre sonaban de fondo en la verdulería, pues él sostenía
que su voz hacía bien a las frutas y a las verduras.
Una tarde lo encontré algo desorientado y entonces me contó lo que le
había ocurrido. Había recibido una carta del gobierno francés en la que le
ofrecían pagarle una indemnización para que se volviera a su país,
Argelia. De allí su confusión: hasta ese día
él había pensado que su país era Francia. No
conocía Argelia: jamás había estado en ese
lugar. Había nacido en Francia y siempre
había creído que era francés. Era evidente que el Estado no pensaba lo
mismo, que consideraba que un hijo de inmigrantes argelinos no era
francés.
Antes, muchos años antes, los antepasados de Amet
habían visto cómo su país, Argelia, quedaba
en manos de los franceses, sobre todo cómo las riquezas de su país
quedaban en manos de este país europeo. Luego habían visto en esa tierra
la sublevación, los enfrentamientos, la represión, la guerra, la votación
en favor o en contra de la independencia y, finalmente, la independencia
de Argelia, aunque no la paz.
Sus padres, ya tan franceses como argelinos, fueron, un tiempo después,
impulsados a venir a Francia, pues ésta
necesitaba de su mano de obra barata para la construcción de viviendas en
barrios nuevos para sus compatriotas franceses. Por eso es que se habían
instalado en el país: para construir lo que se necesitaba construir, y en
dicho suelo habían traído al mundo y criado a su hijo. Si bien en calles
periféricas, en calles francesas, al fin y al cabo.
Pienso ahora en Amet. Lo imagino
profundamente amargado viendo por televisión a sus compatriotas franceses
hijos de inmigrantes prendiendo fuego los autos de sus vecinos, los autos
y colectivos de sus compatriotas, o escuchando por radio las declaraciones
del ministro del Interior, también hijo de inmigrantes, húngaros en su
caso, que habla de pasar la aspiradora Karcher
para dejar libre de suciedad los barrios conflictivos, de
expulsiones, de franceses más franceses que otros, de lacras, de basuras,
de desechos de la sociedad, y otras cosas que ya
Amet no puede seguir escuchando por el ruido de las sirenas de los
bomberos, que intentan apagar el fuego provocado por sus compatriotas
franceses contra los autos de sus propios vecinos.
Vuelvo entonces a recordarlo en su verdulería, trabajando doce horas para
hacerse un futuro, mientras suena de fondo La vie en
rose y espera cerrado el libro de Camus,
con sus ideas en contra de la violencia y en
favor de la igualdad. |