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La soledad de aquella bahía de
Creta se quebró de repente con el rebuzno de un asno. Pensé que era la voz
de Dios que estaba creando el mundo. El rebuzno cesó y a continuación, en
medio del silencio deshabitado de la playa, sonaron las fichas de dominó
de un bar de marineros.
En efecto, el mundo acababa de ser creado de nuevo. Nunca hasta entonces
había tenido la sensación de que el silencio es un paisaje hermético lleno
de sonidos que son categorías de la mente.
He aquí un inventario: el silbido desgarrado de aquel tren que atravesaba
la noche de verano, los gritos de los compañeros que jugaban en la calle y
que uno oía desde la cama en las largas tardes de una convalecencia, el
chisporroteo de los troncos de encina en la chimenea durante el invierno,
la sirena de un barco al zarpar del puerto a la caída de la tarde, el
chirrido de las ruedas del tranvía que te llevaba a la Facultad, la
presión neumática en los oídos cuando buceabas en el mar bajo la
convulsión del oleaje, la cadencia de la gota del grifo sobre el fregadero
que marcaba la eternidad en la casa abandonada, las pisadas sorbe las
hojas secas de roble en otoño, la nieve acumulada que se desplomó desde la
rama del abeto, el primer hervor balbuciente de una sopa muy espesa dentro
del cazo, los golpes de una azada, el taconeo de una mujer de madrugada en
el callejón donde había un burdel perdido en la memoria, el crujido de las
vigas y de los muebles antiguos en la oscuridad.
De niño creí que el armario ropero de mi habitación tenía alma y me
hablaba; unas veces emitía una queja contra la carcoma que lo devoraba y
otras me decía que en su interior guardaba un sonido que nadie había oído
jamás. Anduve buscando durante años ese sonido ignorado, hasta que lo
encontré en un cine de verano. Proyectaban El
Séptimo Sello, de Igmar Bergman. La
película se iniciaba en una playa desierta y en ella la muerte le salía al
paso a un caballero que regresaba de las Cruzadas. Entre los dos apareció
un tablero de ajedrez. Comenzaron a jugar, una secuencia muy larga, en
silencio. Creyendo que el cabinista se había dormido, alguien del público
gritó: ¡¡Sonido!!.
En ese momento en el cine de verano, bajo las
estrellas, se produjo el estruendo de una ola que inundó aquella partida
entre aquel caballero y la muerte. No era el rebuzno de un asno ni las
fichas del dominó contra el mármol lo que oí, sino el prolongado relincho
de un caballo de ajedrez que ahora creaba el mundo antes de ahogarse. Su
silencio después volvió a mi armario. |