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110 • DE MALA BEBIDA |
Viernes, 28 de diciembre de 2001 |
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Santos era cochero en una
estancia distante dos leguas de la nuestra. Bajo y grueso, sus cincuenta y seis años de
vida bondadosa y tranquila no acusaban más que cuarenta. Contaba en su existencia con un
episodio que tal vez marcara en ella la única página intensa, y le oí contar más de
cien veces aquel momento trágico, que narraba a la menor insinuación, siempre con el
mismo terror latente. Servía entonces a don Venancio Gómez, individuo cruel y bruto, que repartía su tiempo entre orgías violentas en Buenos Aires y cortas visitas a su estancia, adonde sólo venía de tiempo en tiempo con objeto de apretar ciertas clavijas para mayor rendimiento. Fue un día a buscarlo al pueblo. El telegrama decía: "Llego mañana 11 a.m." ¡Buena hora había elegido para el tiempo de calor que venía manteniéndose desde varios días! Subió al coche, sin contestar los saludos obsequiosos de Santos, y comenzaron las preguntas acerca de la administración. A cada cosa desaprobada por don Venancio seguía un rosario de injurias, que su interlocutor trataba de eludir alegando su impotencia de simple peón. Decididamente, el señor debía estar tomao. Siguieron el camino, que serpenteaba sumiso como un lazo tirado a descuido. Tras la volanta, un compacto pelotón de polvo oscilaba. El patrón dormitaba ahora al vaivén de los barquinazos. No irían por mitad de viaje cuando se incorporó en el interior del coche, ceceando pesadamente. - Tengo ganas de matar un hombre. Santos sintió que se le aflojaban las mandíbulas; la luz parecíale más blanca, menos clara, y las fonnas de los caballos bailaron ante sus ojos comó dos bultos indecisos. Sin embargo, pensaba en salvarse y buscó ansiosamente una forma humana en lo que su vista pudiera alcanzar. ¡Ni rastro! Esperó que toda la fuerza de su ser creara un hombre; tan fuerte era su deseo. Y fue cumplido. Una cosa, que primero le pareciera montón de pasto, era un trabajador echado al sol, cansado de andar, y que reposaba un instante su cabeza en la blancura de su Iinyera. - ¡Allá, patrón..., allacito, un
cristiano en la orilla del callejón! -Pa que críes pelo - subrayó el
bruto, mirando al cadáver que cayera envuelto sobre sí mismo. |
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RICARDO GÜIRALDES (1886-1927) |