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EL CUENTOMETRO DE MORT CINDER

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1096 • ÁNGEL DE LA MUERTE

 

Viernes, 27 de mayo de 2005

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  Yo soy el ángel de la muerte. Mejor dicho, solo soy uno de ellos. El Supremo no estaría en condiciones de realizar, con un solo ángel, la labor que requeriría el que hubiera lugar en este mundo para todos aquellos cuyo destino es vivir. Ahora bien, yo no mato a la gente. Tan solo los preparo espiritualmente para desear la muerte, mejor dicho para que se cansen de vivir. El resto lo hacen las enfermedades, los accidentes, los cataclismos, las guerras, y en primer termino, la vejez. Quisiera señalar, precisamente, que los viejos tienen más voluntad para vivir que los jóvenes. Mi labor consiste en debilitar esa voluntad y preparar a los muertos de mañana a aceptar este fin ineludible en el momento indicado por mí.

El viejo Malthus tenía razón. La explosión demográfica es una realidad que enturbia las perspectivas de una existencia pacifica y de un desarrollo apacible del género humano. No obstante, surgen constantemente nuevas posibilidades de vida para esas multitudes cada vez más numerosas. Yo, que no soy humano, aunque en este momento no hay nada en apariencia que sugiera la verdadera esencia de mi ser, no puedo comprender ese afán que la gente pone en los esfuerzos tendientes a sobrevivir. La intensidad de ese vehemente deseo es comparable tan solo a la resistencia a nacer, que los mismos humanos manifiestan cuando se ven obligados a abandonar el calido vientre de la madre.

No creas que soy un loco. Es verdad que soy distinto. Tú (no me gusta esa forma de usted y prefiero tutearte) lo entenderás, porque tuviste la oportunidad de ver a los humanos en la guerra, es decir en momentos en que la presencia de innumerables ángeles de muerte causa profundos cambios en la mentalidad y en el sentir de los combatientes. Por eso acepté tu invitación a tomar un trago. Ningún ser normal iba a formular esa invitación a un mendigo sucio, con aspecto de linyera. Debiste haber presentido en mí a alguien conocido hace ya muchos años.

Creo que después de lo dicho comprenderás que nosotros, los ángeles de la muerte, vestimos ropas más simples. Nada de esos estúpidos atuendos negros y guadañas. Tampoco tomamos forma de esqueletos. Necesitamos del anonimato y no debemos llamar la atención y, consecuentemente, no debemos diferenciarnos de los humanos. Claro está que tenemos un sinnúmero de opciones en cuanto a nuestro aspecto externo. Hoy adormecí a un viejo y solitario linyera, y así me encontraste en la esquina de esta calle de Buenos Aires. Pero yo sé que tú no eres porteño. Ni siquiera eres argentino de nacimiento. Estoy mirando tu rostro y se me ocurre que te conozco desde hace muchos años. Tal vez también tu me reconociste, pero te es difícil ubicarme porque yo no muestro mi cara a los que empujo hacia la muerte. Si me viste y te pareció reconocerme, será, tal vez, porque en el pasado tuviste la oportunidad de rozar tu hombro con el mío.

Creo acordarme donde te vi por primera vez. Fue en tu pueblito natal, adonde los alemanes te habían llevado junto con otros tres o cuatro muchachos judíos de este pueblo. Ya no recuerdo bien si te acusaban de algo o te detuvieron simplemente por judío. Yo vagaba en aquel entonces por ese pueblo vestido de sargento de la SS. Me resulto fácil adaptarme a ese papel, porque esos individuos pertenecen a una calaña muy especial. Su amor a la muerte es resultado de su incapacidad de aceptar una vida humana. En realidad ellos siguen existiendo y actuando en medio de un constante deseo de matar. Yo, a pesar de ser, como te dije, un ángel de la muerte, sigo siendo un ángel; ellos son los hijos de Satanás…

Recuerdo haber entrado con ellos a tu celda. Contigo había tres o cuatro muchachos. El carcelero polaco abrió la puerta, y del corredor penetro una luz débil que los iluminó, y así pude contemplar de cerca los rostros ensangrentados. Comprendí que muchos de los tuyos estaban ya muy cerca de mi, que me esperaban con impaciencia, que anhelaban refugiarse en la alternativa que yo les ofrecía. Por eso le dije al hombre de la SS que me aguardara y volví al cabo de unos minutos con una rebanada de pan en la mano. Les dije: "éste es pan envenenado. Cómanlo y morirán sin dolor. Me está prohibido hacerlo, pero les ofrezco esta alternativa para que sufran menos". Les tiré el pan al suelo y salí. Durante toda la noche no se oyó ni un gemido. Al entrar a la mañana siguiente los vi a todos en el suelo. Algunos mendrugos de pan quedaron esparcidos por el piso. Cinco o seis ratas muertas, que, posiblemente, habían comido los restos de ese pan, yacían entre los cadáveres. Solo tu me estabas mirando con esos ojos grises, con esa misma arrogancia con la que me estás contemplando ahora. ¿Recuerdas como te llevé del brazo y te acompañé hasta la calle? ¿Recuerdas que te dije que te fueras lo mas pronto posible? Y bien, ahora te es mas fácil comprenderlo todo. Los otros estaban cansados, querían morir. Yo simplemente les ayudé. Tú, por el contrario, no te dejabas aplastar. Con tus veintitantos años en el pecho ardías con el deseo de seguir viviendo y hasta de vengarte. Por eso te ayudé.

Tomaremos otra copa. Me parece que no me crees. Me has tomado por un viejo loco, pero no es así. ¿Quien mas podría recordar estos detalles? Me dices que no los recuerdas. Yo sé porqué lo dices: quieres contrariarme, enfurecerme, hacerme perder la paciencia, pero no lo lograrás. Estás olvidando que yo soy un ángel. También los ángeles de la muerte son buenos.

Los otros tienen una tarea fácil, se desempeñan en medio de un ambiente benigno, de un aliento que estimula la vida, el anhelo de vivir, la voluntad de hacer el bien. A nosotros nos encomendaron allanar el camino hacia la no-existencia. Es decir, hacia la evasión de esa existencia que conoces. Me preguntas, ¿cuál es la existencia que tu desconoces? ¿Hay algo detrás de esa cortina donde yo empujo a los humanos? No insistas. No tengo derecho a decírtelo, no me creerías de todos modos. Lo único que se y que puedo decirte es que es mejor creer que "si" existe algo así… tiene mas sentido vivir si se cree en esa posibilidad.

La Cábala revela el misterio del "Tesoro de almas" (ubicado en el "Paraíso celestial") donde se encuentran todas las almas hasta que las alcanza el llamado del Supremo para que desciendan y asuman la forma del ser humano. El alma se origina en un plano mas elevado que el de los ángeles, y de ahí la condición humana y su capacidad de caer en los profundos abismos de la depravación, pero también de ascender hasta las esferas más altas que las de las moradas de los ángeles. No, no te confirmaré la veracidad de estas revelaciones cabalísticas, pero tampoco las desmentiré. No soy mas que un ángel… faltó poco para que te dijera "un pobre ángel", pero reflexioné, porque ésto se parecería mucho a decir "un pobre diablo", y ésta expresión no me agrada.

Me estás mirando y me parece que estás dudando de mis palabras. Te recordaré, por lo tanto, otro capítulo de tu vida. Fué unos dos años mas tarde y te encontrabas en un lugar muy cercano al río Dnieper. Tanto tú como yo vestíamos uniformes del Ejercito Rojo y esperábamos la señal de atacar o de repeler un ataque de los alemanes. Yo podía leer tus pensamientos y lo que recuerdo fue aproximadamente una reflexión sobre lo que es la sangre. Estabas pensando que eso de "huele a sangre" ya es en si una mentira; que la sangre no huele, sino que apesta; que se la siente en la boca, pues el solo olor tiene un gusto agridulce y desvanecedor; que la sangre fluye o chorrea roja, pero pronto se convierte en gelatinosos y negros pedazos de podredumbre, cubiertos por moscas y hormigas y ratas.

Yo estaba sentado cerca y me dijiste que la tierra absorbe esa sangre con amor. Dijiste también que las hierbas y las flores son hipócritas, porque a ellas también les gusta la sangre. Que al cabo de unos días después de sepultar a un soldado ya brota el césped de nuevo y las flores asoman desde el montículo de tierra que es la nueva morada de ese soldado y que los gusanos se multiplican dentro del casco que quedo sobre esa tumba provisoria y que las abejas beben el néctar de las flores zumbando como antes de que sepultaran ahí al muchacho.

Estábamos en el mismo pozo abierto por una bomba. El pozo era profundo y dijiste que mejor era así. Que uno puede sentarse ahí sin ser visto e intentar introducir un poquito de orden en sus propios pensamientos antes de que empezara otra vez el cañoneo o bombardeo. En ese momento un obús desgarro un roble y cubrió el pozo en el que estábamos. Yo permanecía callado, pero tu, nuevamente, empezaste a hablar; esta vez al árbol. Le dijiste que si los hombres sufrían, si a los hombres los obuses los partían en dos, entonces era mejor que ocurriera lo mismo con los árboles. Y te reías; y cuando te pregunte de que te estabas riendo, me contestaste que estabas sentado sobre el vientre de un soldado muerto y que pensaste que te habías orinado del susto, pero no era si, sino que de ese vientre manaba sangre u otra porquería y con esto te habías ensuciado los pantalones. No sabía si habías enloquecido o si deseabas vencer al miedo riéndote y fingiendo ser un valentón.

Seguimos sentados en ese pozo durante toda la noche, y en las primeras horas del amanecer comenzó un ataque de los alemanes. De pronto me preguntaste, corriendo, si podía ver a tu madre, porque siempre esta cerca de ti en los momentos de grandes peligros. No supe que contestarte. Estaba seguro de que habías enloquecido y, como ya te había tomado un poco de cariño, te vigilaba para que murieras con el menor dolor posible; pero tu ni siquiera estabas pensando en la muerte. Yo te salve la vida cuando te ataco aquel alemán al que le metiste la bayoneta en el vientre. Te fue difícil sacarla, te susurre que apoyaras el pie sobre ese vientre…Preguntaste a tu madre si eso la haría descansar mas tranquilamente en su tumba lejana. Y entonces vi a tu madre. Una pequeña mujer que corría detrás de ti y te besaba la mano y las mejillas cuando te agachabas. Después desapareció, y me preguntaste si yo no la había visto…

Después se unió a nosotros Pietia, un muchacho de Leningrado, a quien tu querías mucho. Los alemanes seguían atacando, y nosotros retrocedimos hacia un bosque de pinos. Yo tome por la derecha y me esfume. Pude ver como corrías con Pietia y como después el se sentó cerca de un gran árbol. Le pegaste un grito instándolo a que se levantara y siguiera corriendo, pero te contesto que se quedaría ahí, que sentía un gran cansancio. Entonces lo alcanzo la maldita bala, penetro en esa pobre cabeza, y quedo así, sentado, sonriente, con los ojos abiertos. Me acerque par aliviarle las penas de su agonía pero el ya no lo necesitaba: una bala en la sien significa la muerte instantánea, casi sin dolor. De todos modos ya estaba muerto cuando te acercaste. Recuerdo que estabas buscando en su bolsillo alguna carta o documento que te permitiera escribir algo a su madre. No encontraste nada y le cerraste los ojos con dedos temblorosos, y te introdujiste en la espesura del bosque, llorando. ¿Por que precisamente esta muerte te hizo llorar, en medio de tanta destrucción y tantas agonías? Te lo pregunté y no me contestaste. Ahora tampoco me lo quieres decir.

Tengo que irme. En cierto modo me siento derrotado por tu voluntad de vivir. No es tu fortaleza física la que me lleva a admirar esta obstinada voluntad tuya de contarlo todo, sino tu decisión de seguir riéndote del mismo modo que cuando estuviste sentado sobre el vientre de aquel muerto. ¿Cuánta sinceridad hay en esa risa?

Algún día lo sabré. Me lo dirás tú mismo con esa impertinencia que estas empleando ahora para desorientarme y engañarme.

SIMJA SNEH
Escritor polaco (1908-1999)
"La derrota del ángel de la muerte" del libro  "El pan y la sangre"
Colaboración N. Brujis