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Miércoles, 25 de mayo de 2005 |
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Según la filosofía de Platón,
las verdades absolutas existen por sí mismas en las esferas celestes. En ese
cielo vuelan también las almas antes de descender sobre los cuerpos. Durante
ese vuelo, que es el sueño eterno, las almas quedan imantadas por esas ideas
metafísicas y nuestro pensamiento sólo es la forma de volver a soñarlas. No me gusta el cielo de Platón porque allí no está mi caja de gusanos de seda que criaba de niño ni la bicicleta Orbea que me llevaba a la playa. Todos tenemos derecho a construirnos la propia eternidad, no con verdades absolutas, sino con las sensaciones placenteras que la experiencia nos haya regalado a lo largo de la vida. Si creara el cielo a mi antojo, allí tendría que haber un garito lleno de humo donde Miles Davis tocara blues y yo pudiera fumar de nuevo Lucky Strike sin que me perjudicara, puesto que sería ya inmortal. No muy lejos estaría Albert Camus sentado a una mesa del café Flore, de París, con gabardina blanca, escribiendo un artículo para Combat, el periódico de la Resistencia. Esas mujeres desnudas de Matisse que danzan en círculo agarradas de las manos liberarían la misma sensación de felicidad bailando en una pradera y yo las conocería por sus nombres. Sería imprescindible que más allá de las nubes hubiera una estación de tren, aunque sólo fuera para que esta vez Ingrid Bergman acudiera a la cita con Bogart en su huida hacia Casablanca, mientras en los andenes otros amantes se besaban con lágrimas entre humo de carbonilla. En el cielo de Platón no existe ninguna taberna de puerto donde sirvan la cerveza muy helada. Habría que inventarla. En ella algunos marineros con muñones de tiburón me contarían historias de navegaciones señalando sobre una carta náutica la travesía hacia una isla con acantilados de mármol. Si pudiera, también me llevaría al cielo la niebla de un cuadro de Turner para los momentos de melancolía y el sonido de las chicharras a la hora de esas siestas de amor en verano que te dejan al despertar un hilillo de baba en la mejilla feliz. Tampoco sería nada la eternidad sin mi libreta de apuntes de tapas azules. En el garito de jazz, mientras la trompeta de Miles Davis hablara, bajo una densa luz color fresa, repasaría alguna nota que en ella escribí un día: cualquiera que sea mi destino siempre habrá para nosotros un punto en las estrellas. Sentada junto a la barra del garito entonces descubriría que una mujer sonríe con una copa en la mano y, como Ingrid Bergman, después de mil años, también ha acudido a la cita. | |
MANUEL VICENT |