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1085 • EN CUARENTENA |
Jueves, 12 de mayo de 2005 |
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La primera señal no tiene edad. Una chica de
veintialgo, imposible para vos, veterana para tu hijo, te cede el paso frente
al ascensor. Te sentís honrado, respetado, humillado y, sobre todo, achacado.
La mirás raro como te ves a vos mismo. El ceño fruncido como el cuello de una
tortuga. En especial, si de los tiernos labios de ella, alma inocente, brota
la palabra más mandona del idioma: señor. En ese momento te preguntás dónde vas a estar ayer en lugar de preguntarle dónde va a estar mañana, asumiéndote oxidado. Es decir, arruinado. Sacás cuentas: 30 más 10, 40. Caés en la cuenta: sos la última sota de tu propio mazo. ¿Veinte años no es nada? Cuarenta años es mucho. Entre el 5 de septiembre de 1963 y el 5 de septiembre de 2003 calculo 14.610 días, o 350.640 horas, o 21.038.400 minutos, o millones de segundos durante los que, confieso, temí alguna vez que iba a escuchar a Fito Páez ("Nací en el 63...") con la nostalgia que mi viejo escuchaba a Julio Sosa ("Qué vieja y cansada imagen me devuelve el espejo..."). La segunda señal tampoco tiene edad. El cuerpo empieza a torearte: estás hecho pedazos, como Frankenstein, a los 10 minutos del partido. Del de metegol, digo. ¿Exagerado yo? ¡La hora, referí! Te aturde Metallica. Te descubrís puntilloso, colgando la toalla y tapando el dentífrico. Tus amigos ya no te invitan a bodas sino a aniversarios. Sus hijos, como el tuyo, pronto tendrán la edad de la chica del ascensor y, almas inocentes, serán tan corteses, educados, desprejuiciados y, sobre todo, descarados como ella. Ya querrán a sus 40 aparentar tus treintidiez. ¿Te sirve de consuelo? A mí tampoco. | |
JORGE ELÍAS |