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Viernes, 6 de mayo de 2005 |
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Hay muchísimas mujeres que piensan que con tal de
no llegar hasta el fin con un amante, pueden al menos permitirse, sin ofender
a su esposo, un cierto comercio de galantería, y a menudo esta forma de ver
las cosas tiene consecuencias más peligrosas que si su caída hubiera sido
completa. Lo que le ocurrió a la Marquesa de Guissac,
mujer de elevada posición de Nimes, en el
Languedoc, es una prueba evidente de lo que aquí
proponemos como máxima. Alocada,
aturdida, alegre, rebosante de ingenio y de simpatía, la señora de
Guissac creyó que ciertas cartas galantes,
escritas y recibidas por ella y por el barón de
Aumelach, no tendrían consecuencia alguna, siempre que no fueran
conocidas; y que si, por desgracia, llegaban a ser descubiertas, pudiendo
probar su inocencia a su marido, no perdería en modo alguno su favor. Se
equivocó... El señor de Guissac, desmedidamente
celoso, sospecha el intercambio, interroga a una doncella, se apodera de una
carta, al principio no encuentra en ella nada que justifique sus temores,
pero sí mucho más de lo que necesita para alimentar sus sospechas, coge una
pistola y un vaso de limonada e irrumpe como un poseso en la habitación de su
mujer... La marquesa se defiende, jura a su marido que
está equivocado, que puede ser, es verdad, culpable de una imprudencia, pero
que no lo es, sin lugar a duda, de crimen alguno. La desdichada señora de
Guissac, aterrorizada, se decide por el veneno; toma la copa y lo
bebe. Envían a buscar en seguida a las personas que
esta desdichada mujer reclama, se arroja a los brazos de los que le dieron la
vida y de nuevo protesta que no es culpable de nada. Pero, ¿qué reproches se
le pueden hacer a un marido que se cree traicionado y que castiga a su mujer
de tal forma que él mismo se sacrifica? Sólo queda la desesperación y el
llanto brota de todos por igual. Mientras tanto llega el confesor... El marido, que está atento y que no oye citar
al barón de Aumelach, convencido de que en
semejante ocasión su mujer no se atrevería a fingir, se levanta rebosante de
alegría. La marquesa tuvo que hacer esfuerzos sobrehumanos para recobrarse de su estado; se había sentido envenenada hasta tal punto que el vuelo de su imaginación le había ya hecho padecer todas las angustias de muerte semejante. Se pone en pie temblorosa, abraza a su marido; la alegría reemplaza al dolor y la joven esposa, bien escarmentada por esta terrible escena, promete que en el futuro sabrá evitar hasta la más pequeña apariencia de infidelidad. Mantuvo su palabra y vivió más de treinta años con su marido sin que éste tuviera nunca que hacerle el más mínimo reproche. | |
MARQUÉS DE SADE |