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1056 • EVELINE |
Viernes, 1 de abril de 2005 |
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Sentada ante la ventana, miraba cómo la noche
invadía la avenida. Su cabeza se apoyaba contra las cortinas de la ventana, y
tenía en la nariz el olor de la polvorienta cretona. Estaba sentada. Pasaba
poca gente: el hombre de la última casa pasó rumbo a su hogar, oyó el
repiqueteo de sus pasos en el pavimento de hormigón y luego los oyó crujir
sobre el sendero de grava que se extendía frente a las nuevas casas rojas. Antes había allí un campo, en el que ellos acostumbraban jugar con otros niños. Después, un hombre de Belfast compró el campo y construyó casas en él: casas de ladrillos brillantes y techos relucientes, y no pequeñas y oscuras como las otras. Los niños de la avenida solían jugar juntos en aquel campo; los Devine, los Water, los Dunn, el pequeño lisiado Keogh, ella, sus hermanos y hermanas. Sin embargo, Ernest jamás jugaba: era demasiado grande. Su padre solía echarlos del campo con su bastón de ciruelo silvestre; pero por lo general el pequeño Keogh era quien montaba guardia y avisaba cuando el padre se acercaba. Pese a todo, parecían haber sido bastante felices en aquella época. Su padre no era tan malo entonces, y, además, su madre vivía. Hacía mucho tiempo de aquello. Ella, sus hermanos y hermanas se habían transformado en adultos; la madre había muerto. Tizzie Dunn había muerto también, y los Water regresaron a Inglaterra. Todo cambia. Ahora ella se aprestaba a irse también, a dejar su hogar. ¡Su hogar! Miró a su alrededor, repasando todos
los objetos familiares que durante tantos años había limpiado de polvo una
vez por semana, mientras se preguntaba de dónde provendría tanto polvo. Tal
vez no volvería a ver todos aquellos objetos familiares, de los cuales jamás
hubiera supuesto verse separada. Y sin embargo, en todos aquellos años, nunca
había averiguado el nombre del sacerdote cuya foto amarillenta colgaba de la
pared, sobre el viejo armonio roto, y junto al grabado en colores de las
promesas hechas a la beata Margaret Mary Alacoque.
El sacerdote había sido compañero de colegio de su padre. Cada vez que éste
mostraba la fotografía a su visitante, agregaba de paso: Ella había consentido en partir, en dejar su
hogar. ¿Era prudente? Trató de sopesar todas las implicaciones de la
pregunta. De una u otra forma, en su hogar tenía techo y comida, y la gente a
quien había conocido durante toda su existencia. Por supuesto que tenía que
trabajar mucho, tanto en la casa como en su empleo. ¿Qué dirían de ella en la
tienda, cuando supieran que se había ido con un hombre? Pensarían tal vez que
era una tonta, y su lugar sería cubierto por medio de un anuncio. La señorita
Gavan se alegraría. Siempre le había tenido un
poco de tirria y lo había demostrado en especial cuando alguien escuchaba. No lloraría mucho por tener que dejar la tienda. Pero en su nuevo hogar, en un país lejano y desconocido, no sería así. Luego se casaría; ella, Eveline. Entonces la gente la miraría con respeto. No sería tratada como lo había sido su madre. Aún ahora, y aunque ya tenía más de 19 años, a veces se sentía en peligro ante la violencia de su padre. Ella sabía que eso era lo que le había producido palpitaciones. Mientras fueron niños, su padre nunca la maltrató, como acostumbraba a hacerlo con Harry y Ernest, porque era una niña; pero después había comenzado a amenazarla y a decir que se ocupaba de ella sólo por el recuerdo de su madre. Y en el presente ella no tenía quién la protegiera: Ernest había muerto, y Harry, que se dedicaba a decorar iglesias, estaba casi siempre en algún punto distante del país. Además, las invariables disputas por dinero de los sábados por la noche comenzaban a fastidiarla sobre manera. Ella siempre aportaba todas sus entradas -siete chelines- y Harry enviaba sin falta lo que podía; el problema era obtener algo de su padre. Éste la acusaba de malgastar el dinero, decía que no tenía cabeza y que no le daría el dinero que había ganado con dificultad para que ella lo tirara por las calles; y muchas otras cosas, porque generalmente él se portaba muy mal los sábados por la noche. Terminaba por darle el dinero y preguntarle si no pensaba hacer las compras para el almuerzo del domingo. Entonces ella debía salir corriendo para hacer las compras, mientras sujetaba con fuerza su bolso negro abriéndose paso entre la multitud, para luego regresar a casa tarde y agobiada bajo su carga de provisiones. Le había dado mucho trabajo atender la casa y hacer que los dos niños que habían sido dejados a su cuidado fueran a la escuela regularmente y comieran con la misma regularidad. Era un trabajo pesado -una vida dura-, pero ahora que estaba a punto de partir no le parecía ésa una vida del todo indeseable. Iba a ensayar otra vida;
Frank era muy bueno; viril y generoso. Ella se iría con él en el barco
de la noche, para ser su mujer y para vivir juntos en
Buenos Aires, donde él tenía un hogar que aguardaba. Recordaba muy
bien la primera vez que lo había visto; había alquilado una habitación en una
casa de la calle principal; y ella solía hacer frecuentes visitas a la
familia que vivía allí. Parecía que hubieran transcurrido sólo pocas semanas.
Él estaba en la puerta de la verja, con su gorra de visera echada sobre la
nuca, y el pelo le caía sobre el rostro bronceado. Así se conocieron. Él
acostumbraba encontrarla a la salida de la tienda todas las tardes, y la
acompañaba hasta su casa. La llevó a ver La Niña
Bohemia, y ella se sintió endiosada al sentarse junto a él en las
butacas más caras del teatro. Él tenía gran afición por la música y cantaba
bastante bien. La gente sabía que estaban en relaciones y, cuando él cantaba
la canción de la muchacha que ama a un marino, ella se sentía siempre
agradablemente confusa. Él, en broma, la llamaba “Poppens”
(amapola). Al principio, para ella resultó emocionante tener un amigo, y
luego él comenzó a gustarle. Conocía relatos de países distantes. había
comenzado como grumete por una libra mensual en un barco de la
Altan Lines que iba al
Canadá. Le nombró los barcos en los que había trabajado y enumeró las
diversas compañías. Había navegado a través del
Estrecho de Magallanes, y relató anécdotas de los terribles indios
patagones; tuvo suerte en Buenos Aires, dijo, y
sólo había vuelto a su patria para pasar las vacaciones. Naturalmente, el
padre de ella se enteró, y le prohibió, terminantemente, continuar tales
relaciones. La tarde se oscurecía en la avenida. La blancura de las dos cartas que tenía sobre el regazo se iba desvaneciendo. Una de las cartas era para Harry. Su padre había envejecido últimamente, según había notado; la extrañaría. A veces se portaba muy bien. No hacía mucho, una vez que ella debió permanecer en cama durante un día, él le había leído en voz alta una historia de fantasmas y le había preparado tostadas sobre el fuego. Otro día, cuando su madre aún vivía, fueron a merendar a la colina de Howth. Recordaba a su padre poniéndose el sombrero de la madre para hacer reír a los niños. El tiempo transcurría, pero ella continuaba
sentada junto a la ventana con la cabeza apoyada en la cortina, aspirando el
olor de la polvorienta cretona. Lejos, en la avenida, podía oír un organillo
callejero. Conocía la melodía. Era extraño que justo esa noche volviera para
recordarle la promesa hecha a su madre: la de atender la casa mientras
pudiera. Recordó la última noche de enfermedad de su madre; estaba en el
cerrado y oscuro cuarto situado del otro lado del vestíbulo, y había oído
afuera una melancólica canción italiana. Dieron al organillo seis peniques
para que se alejara. Recordó la exclamación de su padre, cuando volvió al
cuarto de la enferma. Mientras meditaba, la lastimosa visión de la
vida de su madre trazaba una huella en la esencia misma de su propio ser;
aquella vida de sacrificios intrascendentes que desembocó en la locura final.
Se estremeció mientras oía otra vez la voz de su madre repitiendo una y otra
vez, con estúpida insistencia, las voces irlandesas: Se puso de pie con súbito impulso de terror.
¡Escapar, debía escapar! Frank la salvaría. Él
le daría vida, tal vez amor también. Pero deseaba vivir. ¿Por qué había de
ser desgraciada? Tenía derecho a ser feliz. Frank
la tomaría en sus brazos, la estrecharía en sus brazos. La salvaría. Todos los mares del mundo se agitaron alrededor
de su corazón. Él la conducía hacia ellos, la ahogaría. Se tomó con ambas
manos de la verja de hierro. ¡No! ¡No! ¡No! Imposible. Sus manos se
aferraron al hierro, frenéticamente. Desde el medio de los mares que agitaban
su corazón, lanzó un grito de angustia. Él se precipitó detrás de la barrera y le gritó que lo siguiera. La gente le chilló para que él continuara caminando, pero Frank seguía llamándola. Ella volvió su pálida cara hacia él, pasiva, como animal desamparado. Sus ojos no le dieron ningún signo de amor, ni de adiós, ni de reconocimiento. | |
JAMES JOYCE |