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1041 • EL RETRATO |
Viernes, 11 de marzo de 2005 |
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Para tranquilizar la conciencia eché mi título de
médico en el fondo de la gaveta y busqué otro tipo de trabajo para vivir. Las
gentes ya no sabían que yo era dueño de tan terrible licencia oficial; pero
una noche fueron solicitados mis servicios.
Era domingo. Melchor,
el tabernero, me esperaba junto a la puerta. Me dio las
buenas noches y rompió a llorar, y por entre los sollozos le salían
las palabras tan estrujadas, que solamente logró decirme que tenía un hijo a
punto de morir. El pobre padre tiraba de mí, y yo me dejaba llevar, cautivado
por su dolor. ¡En realidad, yo era médico titulado y no podía negarme! Y tuve
tan fuertes ansias de complacerlo, que sentí brotar en mis adentros una gran
ciencia... Y entonces Melchor, haciendo un esfuerzo, me
dijo pausadamente: ¡Ay!, yo no había sido llamado como médico, yo
había sido llamado como retratista, y al instante sentí ganas amargas de
echarme a reír. Y por verme libre de trabajo tan macabro le dije que una
fotografía era mejor que un dibujo, le aseguré que por la noche pueden
hacerse fotografías, y echando mano de muchos razonamientos logré que
Melchor se apartase de mí en busca de un
fotógrafo. La cosa quedaba arreglada, y me fui a dormir con mil ideas
enredadas en la cabeza. Cuando estaba cogiendo el sueño llamaron a mi puerta.
Era Melchor. Y me lo dijo temblando de angustia. La cara muy
pálida y los ojos como dos pezones de carne roja de tanto llorar. Jamás vi un
hombre tan deshecho por el dolor. Suplicaba, suplicaba, y me cogía las manos,
y tiraba de mí, y el desdichado decía cosas que me abrían las entrañas: ¡Quién tendría corazón para negarse! Cogí papel y lápiz y allá me fui con Melchor dispuesto a hacer un retrato del muchacho moribundo. Todo estaba en calma y todo estaba silencioso.
Una luz mortecina alumbraba, en amarillo, dos caras estremecedoras que
olfateaban la muerte. El niño era el centro de aquella pobreza de la materia.
Sin decir nada, me senté a dibujar lo que contemplan mis ojos de tierra, y
solamente al cabo de algún tiempo conseguí acostumbrarme al drama que
presenciaba y aun olvidarlo un poco, para poder trabajar, entusiasmado, como
un artista. Y cuando el dibujo estaba ya en su punto, la voz de
Melchor, agrandada por tanto silencio, me hirió
con estas palabras: Confieso que al volver a la realidad no supe
qué hacer y me puse a repasar las líneas ya trazadas del retrato. El silencio
fue roto nuevamente por Melchor: De repente surgió en mí una gran idea. Rompí el trabajo, concentré mi mirada en un nuevo papel blanco y dibujé un niño imaginario. Inventé un niño muy bonito, muy bonito: un ángel de retablo barroco sonriendo. Entregué el dibujo y salí huyendo, y, en el momento de poner el pie en la calle, oí que lloraban dentro de la casa. La muerte había llegado. Ahora Melchor se consuela mirando mi obra, que
está colgada encima de la cómoda, y siempre dice con la mejor fe del mundo: | |
ALFONSO RODRÍGUEZ CASTELAO |