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1019 • PRESIDENCIA IMPERIAL

 

Miércoles, 9 de febrero de 2005

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Lo que ocurre en EE UU tiene un impacto enorme en el resto del mundo. Y a la inversa. Acontecimientos internacionales constriñen lo que puede hacer incluso el Estado más poderoso. Y también influyen sobre la fracción estadounidense de la segunda superpotencia, el término usado por The New York Times para describir a la opinión pública mundial tras las movilizaciones previas a la guerra de Irak. En cambio, pasaron años desde el inicio de la guerra de Vietnam hasta que se desarrollaron manifestaciones serias de protesta.

El mundo ha cambiado desde entonces, no gracias a líderes benevolentes, sino a través de la lucha popular, tardía pero finalmente eficaz. El mundo está muy mal, pero mucho mejor que ayer, si consideramos cuál es el rechazo que generan las agresiones. Debemos tener muy claras las lecciones de esa evolución.

No resulta sorprendente que a medida que los pueblos se hacen más civilizados, los sistemas de poder extremen los recursos en sus esfuerzos por controlar a la 'gran bestia' (el término usado por Alexander Hamilton para designar al pueblo). Y la gran bestia es realmente temible.

La concepción de la Administración de Bush de la soberanía presidencial es tan extrema que ha generado críticas sin precedentes de los más mesurados y respetados medios de prensa. En el mundo posterior a los ataques del 11-S, el Gobierno se comporta como si las normas constitucionales y legales hubiesen sido suspendidas, señala Sanford Levinson, profesor de Derecho en la Universidad de Tejas, en la revista Daedalus. El argumento de que puede hacerse cualquier cosa en época de guerra podría formularse también así: 'No existe ninguna norma que pueda ser aplicable al caos'. Una cita, señala Levinson, que es de Carl Schmitt, principal filósofo del Derecho en el periodo nazi, a quien Levinson describe como la verdadera eminencia gris de la Casa Blanca.

Asesorado por Alberto Gonzáles (actual secretario de Justicia), el Gobierno ha articulado una teoría sobre la autoridad presidencial muy cercana al poder que Schmitt estaba dispuesto a acordar a su führer, dice Levinson. No es habitual escuchar palabras como éstas desde el corazón mismo del establishment.

Esta concepción de una autoridad imperial inspira la política de la Casa Blanca. La invasión de Irak fue al principio justificada como un acto de autodefensa preventiva. El ataque violó los principios del Tribunal de Nüremberg, base de los estatutos de la ONU, que declaró que el comienzo de una guerra de agresión 'es el crimen internacional más grave, y sólo difiere de otros crímenes de guerra en el hecho de que contiene dentro de sí el mal de todos ellos'.

De ahí los crímenes de guerra en Faluya y Abu Graib, el incremento en un 100% de la desnutrición aguda entre los niños iraquíes (en la actualidad está al nivel de Burundi, y es muy superior a la de Haití o Uganda) y el resto de las atrocidades.

A comienzos de año, después de que se informó que abogados del Departamento de Justicia de EEUU intentaron demostrar que el presidente podía autorizar el uso de la tortura, el decano de la facultad de Derecho de Yale, Harold Koh, dijo al Financial Times que 'la idea de que el presidente tiene el poder constitucional de permitir la tortura es como decir que tiene el poder constitucional de cometer genocidio'.

Los asesores de Bush, así como el titular de Justicia, no dudarán en asegurar que posee realmente ese derecho. Si es que la segunda superpotencia le permite ejercerlo.

El Gobierno trata de encontrar cómo liberar a sus principales funcionarios de toda responsabilidad. La sagrada doctrina de auto inmunidad seguramente se aplicará al proceso a Saddam Hussein. Cuando Bush, el primer ministro Tony Blair y otros personajes lamentan los terribles crímenes de Saddam siempre omiten unas palabras: con nuestra ayuda, pues a nosotros no nos importaba. 'Se están haciendo todos los esfuerzos para crear un tribunal que parezca independiente. Pero funcionarios norteamericanos han impulsado medidas para controlarlo, para que no quede en entredicho el papel de EEUU y de otras potencias que respaldaron el régimen', dijo a Le Monde Diplomatique Cherif Bassiouni, profesor de Derecho en la Universidad DePaul, y experto en la legalidad iraquí.

Eso hace que todo el proceso parezca la venganza del vencedor, algo previsible.

En EE UU disfrutamos de un legado de privilegios y libertades que resulta remarcable si se compara con los estándares históricos. Podemos abandonarlo y optar por la fácil senda del pesimismo: no hay esperanza, por lo tanto, hay que abandonar la lucha. Pero también podemos aprovechar esta herencia para ampliar una cultura democrática en la cual el pueblo desempeñe algún papel y pueda decidir no sólo en el terreno político, sino en la crucial área de la economía.

No se trata de ideas extremistas. Fueron articuladas, por ejemplo, por John Dewey, el principal filósofo social estadounidense del siglo XX, quien dijo que hasta que el feudalismo industrial no sea reemplazado por la democracia industrial, la política seguirá siendo la sombra que arrojan las grandes corporaciones sobre la sociedad. Dewey se basó en una larga tradición de pensamiento y de acción que se desarrolló de manera independiente en la cultura de la clase obrera desde los orígenes de la Revolución Industrial norteamericana. Tales ideas permanecen bajo la superficie y podrían llegar a formar parte de nuestras sociedades, de nuestras culturas e instituciones.

Pero nada ocurrirá por sí solo. Una de las lecciones más claras de la historia, incluida la historia reciente, es que los derechos no son graciosamente concedidos, sino conquistados.

NOAM CHOMSKY
Colaboración Grano de Arena