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100 • MORT CINDER, EL REGRESO

 

Lunes, 17 de diciembre de 2001

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Mort Cinder
Mort Cinder

Ezra Winston
Ezra Winston

 

Como un heredero directo del simpático y mucho más simple Sherlock Time, otro personaje creado unos pocos años antes por los mismos autores, el guionista Héctor Oesterheld (1922-1978) y el dibujante Alberto Breccia (1919-1993), nos topamos con el ambiente claustrofóbico y opresivo de Mort Cinder y con su apasionado periplo por las vicisitudes del ser humano a lo largo de todo tipo de situaciones históricas, convirtiendo a esta serie, en una de las obras cumbres de la historieta sudamericana, o simplemente, de la historieta.

Iniciada como una larga novela de terror, una atmósfera de pesadilla va envolviendo paulatinamente al viejo anticuario Ezra Winston (autorretrato de Breccia) en sus encuentros con el siempre muerto y resucitado Mort Cinder ("muerte y cenizas"), de físico claramente reminiscente al de Boris Karloff e impresionante en sus resurgimientos de la tumba, donde casi se huele el limo y la humedad sobre sus ropas y su endurecido rostro. Junto con los sucesivos encontronazos con los "ojos de plomo", robóticos zombies que heredan y magnifican el impresionismo cinematográfico alemán en un ambiente de novela gótica victoriana, el horror inicial que la serie apunta va derivando, a lo largo de la primera aventura (la segunda, en realidad, pues existe un bello prólogo alternativo donde Ezra medita sobre el pasado que todavía acecha en los objetos antiguos, dada su condición de humilde anticuario), hacia la ciencia-ficción de factura más clásica, encuentro final con científico loco incluido.

Solucionada esa larga entrega, y ya en capítulos más cortos, el viejo Ezra y el inefable Mort Cinder iniciarán un periplo por la historia, dado que éste es "el hombre de las mil muertes", un individuo sombrío y de buenos sentimientos (quizá) capaz de recordar los acontecimientos pasados que le han ocurrido a lo largo del correr del tiempo. Las manchas negras de sombreado de la primera historieta se convierten en nerviosos trazos donde el artista experimenta con nuevas técnicas y texturas, mientras impulsado por los objetos antiguos Mort recuerda y Ezra admira. No muy lejos de esta bella historia de seres que se reencarnan y mueren y resucitan está Jack London y su Vagabundo de las estrellas, por lo que no es de extrañar que dos de los mejores episodios de la saga (¿y cómo elegir, Dios santo, entre tanta obra maestra?) se desarrollen en una penitenciaría, en este caso americana y durante la era de la Depresión.

Desde la batalla de las Termópilas que cierra la serie y donde, paradójicamente, el hombre de las mil muertes es el único superviviente, hasta episodios como la construcción de la Torre de Babel con su explicación fantacientífica ineludible, el hermoso encuentro con la anciana madre de un cobarde desertor de la Primera Guerra Mundial ("La madre de Charlie"), o la nueva mezcla de terror, ciencia-ficción e historia que supone la aventura de "La tumba de Isis", pocas veces se ha visto un tratamiento gráfico más avanzado y adecuado a las historias que se cuentan, y pocos son los escritores que pueden equipararse, en cuanto a fecundidad de ideas, tratamiento de personajes, sensibilidad y belleza literaria, con el desaparecido Héctor Oesterheld.


De H.G.Oesterheld (1919-1978) se podía esperar cualquier cosa. O mejor dicho, las cosas que la moderna literatura ya no daba: aventuras. Sus aventuras tenían sin embargo una característica que sobrepasaba a las de otras epopeyas narradas en las revistas de papel barato. Ese sabor especial de las historias de Oesterheld estaba dado por su base mítico-literaria.

Todas sus invenciones, desde el Sargento Kirk y Ticonderoga hasta el Eternatuta; desde Sherlock Time a Ernie Pike, reunían mitologías. Las de la frontera y las de la última Gran Guerra; las de la ciencia-ficción y las de los policiales. Pero Mort Cinder fue la más genuinamente mitológica de todas.

Había un deliberado ambiente de novela (en este sentido puro de lo novelesco: ambientes raros, poblados de asechanzas y promesas) en el negocio del anticuario Ezra. Y un oficiante, una especie de chamán que había vuelto del otro lado: Mort Cinder, un muerto vivo.

Nadie podía resistir esta receta. Oesterheld dio en historietas lo que la antigua literatura daba. Pero eso que dio ya no podía alojarlo el libro de librerías, excepto que ese libro hubiese sido uno más de la colección Robin Hood, que albergaba a Stevenson, Salgari, Verne, Cooper. O sea, piratas, exploradores, un último mohicano.

Ezra, el nombre, evoca -tal vez no premeditadamente- al poeta norteamericano Ezra Pound (1885-1972), un tipo que escribió cantos que reconstruían las viejas sagas, la magia severa de los libros antiguos, la narración sin grandilocuencia de hechos remotos. Oesterheld, a propósito o no, indicaba que la literatura al viejo estilo -el de los largos avatares de los semidioses y héroes- debía tener un lugar.

Un lugar en el lugar primordial de cualquier lector.


RAFAEL MARIN • Umbrales (España)
JORGE AULICINO • Diario Clarín (Argentina)