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80 • TUCURAS |
Viernes, 23 de noviembre de 2001 |
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Hacía ya siete años que la tucura se llevaba, en apretadas mangas, las cosechas y las esperanzas de los chacareros del Sud de la Provincia. A todo habíase recurrido: al lanzallamas, al Carcarañá, a los venenos y a las largas barreras que, impotentes, se recostaban al alambrado como con algo de pena. Todo había sido inútil, pero ese verano, ocurría un fenómeno curioso. Por las tardes veíase la langosta asentarse sobre los campos, en cantidad tal, que nadie esperaba ver al otro día más que la tierra pelada y, en cambio, a la mañana siguiente se las encontraba muertas y secas, pegadas a los yuyos, como paralizadas de espanto en mitad de su desoladora jornada. Nadie se explicaba el misterio y más de una superstición cundió en el pago. Y fue en una de esas tardes, que cayó a la Estancia aquel desconocido llamado Sergio Contreras. Don Arturo, que lo ha visto llegar de a pié y con el caballo de tiro, sale a su encuentro y le dice: -Buenas tardes, amigo. ¿Qué deseaba? Y mientras el otro le contesta lo observa detenidamente: blusa y bombachas negras de tela fuerte; camisa blanca y limpia como recién salida del lavadero, pañuelo de seda, chambergo de castor echado sobre los ojos y ensombreciéndole la mirada; cinto y rastra de botones haciendo juego con el facón de plata que el hombre acaricia continuamente, no podría decirse si por costumbre o compadrada. -Diba de paso y se me amancó el tordiyo. Si me
da permiso pá pasar la noche... Y en la última mirada que don Arturo le echa, puede advertir que el tordillo no renguea para tanto. El capataz, como siempre, entre bocado y bocado del apetitoso costillar con paleta, cuenta sus aventuras de tiempos pasados y de las cuales, casualidad ¿no? no queda ningún testigo. Contreras también interviene seguido en la conversación, siendo muy atendido. El hombre sabe hablar y sobre todo, se ha conquistado la simpatía de los presentes porque mientras se mateaba ha dejado su atado de "43" junto al farol, diciendo: -¡Pal que guste! Y casi todos gustaron. Según dice, él es persona honesta y trabajadora y viene de un pago en donde no se ve una langosta "ni pá medirle el salto". Cuando los huesos entran a blanquear y la bota de vino ha quedado arrugada en un rincón, el forastero extiende la carona en el suelo y como distraído, comienza a hacer un solitario con un mazo de naipes que saca del cinturón. Luego, como ve que la peonada lo rodea, contemplando silenciosa sus movimientos, recoge las cartas rápidamente, baraja, y echando dos de abajo, como en un tiro de monte, pregunta a uno de los presentes: -¿Cuál le gusta, don?. El otro, tomado de improviso, contesta medio enredado: -Y... a mí... ese seis... Contreras da vuelta el mazo: el seis está en la boca. -Ganó, amigo... ¡lindo pial! Baraja nuevamente y vuelve a dejar dos cartas sobre el improvisado tapete. -Y a usté. ¿Cuál le gusta?-Ese pingo e copas. -Póngale algo, si gusta. ¡Haberá pá todos si no atropeyan! Y los otros, que están calentitos y no desean otra cosa, entran a pelar las "chauchas" y los "colita e chancho" para desbancar al de "ajüera". Y la jugada se organiza. Y a la madrugada, cuando ya la aurora va a dar resuello a la noche para trotear en el día, no quedan en la cocina más que Contreras de un lado de la carona, apretando con el cuchillo un gran montón de billetes, y del otro el capataz con un "cinco" estrujado en la mano, último resto que le queda del anticipo que pidió esa tarde para pagar el boliche. El tallador entrevera las cartas, hace cortar y echa sobre la carona la buena y la mala, como toda la noche. El capataz las mira. Ese Rey contra esa Sota debe ser carrera fácil. Y le pone su última esperanza... y se la llevan.En la rueda que horas más tarde se hace alrededor del fogón, alguien dice que aquel desconocido debió hacer alguna trampa, porque tanta suerte no es posible que sea cosa casual. Por eso, al ver que el forastero ensilla y se despide, tal vez para siempre, con un: -¡Gracias a todos! Uno de los peones, comparándolo con la langosta que también les llevó muchas ganancias, dice como hablando consigo mismo: -Se van acabando... las Tucuras Don Arturo también opina que Sergio Contreras debió ser un jugador con trampas, porque después que pasó la loma, al otro lado del monte, él, que estaba podando unas plantas, lo ha visto montar en su tordillo, que ya no manquea, y sonreír burlonamente. Es la picardía criolla que se aleja y se pierde al galope por la huella, detrás de los doseles que la polvareda le va tejiendo en el anca sobre la seda del viento. |
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RODOLFO HECTOR SILVERIO CARRERA |