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79 • DEL CINE

 

Jueves, 22 de noviembre de 2001

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Jean Renoir

Entramos en la penumbra de una sala cinematográfica: se está proyectando La béte humaine (La bestia humana), de Jean Renoir. En la pantalla se suceden imágenes de un tren en marcha, tomadas a diversas distancias y desde puntos diferentes; el rostro del maquinista que se asoma para controlar el camino, protegido por grandes gafas mientras el viento agita sus cabellos; la cara del fogonero en la cual reverbera el reflejo ardiente de la llama y luego, como si el espectador estuviera en el tren, el paso fugaz de los árboles, postes de telégrafo, casas rústicas, casillas de guardavías, rieles que se precipitan hacia la locomotora abriéndose en un abrazo metálico, o que serpentean en el haz de cambios de vías de una estación que ha quedado atrás; y de nuevo los rostros sudorosos del maquinista y del fogonero, y puentes y túneles y llanuras abiertas con campanarios a lo lejos, manchas de bosques soleados y en sombra, y siempre el tren que corre velozmente hacia el espectador y la oscuridad repentina de un túnel con su lejano ojo de luz que se agranda cada vez más, mientras el silbido agudo que "desafía al espacio" vence el estrépito de las ruedas, que marcan el compás según las junturas de los raíles, y se desvanece en la extensión de la campiña bajo el amplio cielo nuboso.

Como en un rito, mecanizado ya por infinitas repeticiones, el maquinista baja una palanca, cierra una válvula, gira una manivela, midiendo sus actos según conocidos elementos del paisaje que huye, luego vuelve a asomarse para calcular la distancia, se retira y se apoya contra la pared de hierro y levanta las gafas sobre la frente: el cigarrillo entre los labios resalta, blanco, sobre el rostro negro de carbón. Los suburbios de la ciudad, trepidantes, giran a su alrededor como enorme tiovivo: el fogonero le grita algo que no se oye, y él contesta con un lento movimiento de la cabeza mientras se limpia las manos con un trapo sucio. Ahora el tren parece que baile sobre los cambios de vía entre los raíles que se van multiplicando.

Miremos a nuestro alrededor en la sala: el público calla con la mirada fija en la pantalla, completamente subyugado por el rayo luminoso. El verdadero argumento, en el sentido estricto del contenido, no ha empezado todavía, pero ya en aquella simple carrera de un tren, el motivo artístico se desarrolla plena y claramente, la personalidad del autor y su mundo se imponen vigorosamente al público, que desde la primera secuencia mira este film con ojos distintos de aquellos con que generalmente está acostumbrado a ver. Es evidente que no son la curiosidad de la anécdota, las complicaciones y sorpresas de la trama que lo cautivan, ni tampoco el renombre de una estrella o el fasto de la escenografía: ninguno de los muchos elementos con que el cine se complace generalmente en seducir a las masas, sino algo superior, más sutil y más profundo, que todos captan y de que pocos, tal vez, podrían darse cuenta.

Pues en esta célebre secuencia se ha logrado cabalmente la forma cinematográfica, absoluta e irreproducible por medio de ninguna otra expresión.

Aquí está todo el secreto del arte del cine.


LUIGI CHIARINI • Arte e Tecnica del fim, 1962