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53 • MUERTE DE UN PÁJARO |
Martes, 23 de octubre de 2001 |
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Estaba pálido y sus manos temblaban... Sí, tenía miedo porque todo era tan inesperado... Quiso hablar, y sus labios fríos no pudieron articular las palabras de asombro que le causaba la vista de todos aquellos hombres preparados para matarlo. Había estrellas infantiles que balbuceaban rezos matinales en el cielo delicuescente... Su mirada se elevó hasta ellas y él comprendió menos que nunca la razón de ser de todo aquello. Él era un pájaro, había nacido para cantar. Esa madrugada que rayaba para presenciar su muerte, ¿no había sido siempre su gran amiga? ¿No permaneció tantas veces escuchando sus canciones de silencio? ¿Por qué lo habían arrancado de su sueño poblado de aves blancas y obligado a marchar, en medio de otros hombres de barba ruda y oscuro mirar? Pensó en huir, en correr alocadamente hacia la aurora, en batir unas alas inexistentes hasta volar. Así escaparía a la fría saña de aquellos cazadores malvados que lo confundían con el milano, a él, cuya única misión era cantar la belleza de las cosas naturales y el amor de los hombres; a él, un pájaro inocente, en cuya voz había ritmos de danza. Pero se mantuvo en su atonía, sin creer totalmente en que todo aquello estuviese ocurriendo. Era, por cierto, un malentendido. Dentro de poco llegaría la orden de soltarlo, y esos mismos hombres que lo miraban con catadura ruin, llegarían hasta él riendo francamente y con los brazos extendidos, e irían todos a beber manzanilla en una tasca cualquiera, y cantarían canciones de cante jondo hasta que la noche viniese a recoger sus cuerpos ebrios en su negra, maternal mantilla. Entre tanto, las órdenes fueron rápidas. El grupo fue llevado, a culatazos y empujones, basta la fosa común abierta, y los nudosos pescuezos se inclinaron en el desaliento final. Hubo labios que se partieron en adioses, murmurando marías y consuelos. Sólo su cabeza se movía para todas partes, en un movimiento de búsqueda y negación, como la del pájaro frágil en la mano del trampero falto de piedad. La sangre le cantaba en los oídos, la sangre que fuera la savia más viva de su poesía, la sangre que había visto y que no había querido ver, la sangre de su España loca y lúcida, la sangre de las pasiones desencadenadas, la sangre de Ignacio Sánchez Mejías, la sangre de las bodas, la sangre de los hombres que mueren para que nazca un mundo sin violencia. Por un segundo le cruzó la visión de sus amigos distantes, Alberti, Neruda, Manolo Ortiz, Bergamín, Delia, Maria Rosa, y mi propia visión, la del poeta brasileño que habría sido como un hermano suyo y que a través de él recibiría el legado de todos esos amigos ejemplares, y que con él habría pasado noches tocando la guitarra, intercambiando canciones mordaces. Sí, tuvo miedo... ¿Y quién, en su lugar, no lo habría tenido? Él no había nacido para morir así, para morir antes de su propia muerte. Había nacido para la vida y sus dádivas más ardientes, en un mundo de poesía y música configurado en el rostro de la mujer, en el rostro del amigo y en el rostro del pueblo. Si hubiese tenido tiempo de correr por la campiña, su cuerpo de poeta-pájaro se habría liberado por cierto, de las contingencias físicas y alzado vuelo hacia los espacios del más allá; pues tal era su ansia de vivir para poder cantar, cada vez más lejos y cada vez mejor, al amor, al gran amor que en él era sentimiento de permanencia y sensación de eternidad. Pero fueron apenas otros pájaros, sus hermanos, los que volaron asustados en la luz del alba cuando sonaron los tiros del pelotón de fusilamiento, en el silencio de la madrugada. |
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VINICIUS DE MORAES |