ANTERIOR | EL CUENTOMETRO DE MORT CINDER |
SIGUIENTE |
38 • EL OTRO |
Viernes, 5 de octubre de 2001 |
Al índice |
Tres sombras se movían en el
linóleo gris del piso del hospital, agitándose como si fueran verdaderas ramas y hojas.
Joey enturbió sus ojos para hacer verdes las sombras de las hojas. El suelo vibró
ligeramente a impulsos de unas pisadas amortiguadas y otra sombra, en forma de hombre,
apareció a la luz del sol. Era la del doctor Armstrong. Un hombre amable. Un hombre que
siempre caminaba silencioso, que se quedaba luego plantado y descargaba alternativamente
el peso de su cuerpo sobre uno u otro pie, en espera de que alguien reparara en su
presencia. Arrastró ahora los pies con gesto esperanzado. Cuando Joey se concentraba en la sombra del doctor, podía tornar rosada parte de la cabeza, como si fuera un rostro. La voz del doctor Armstrong dijo algo. Era una agradable voz de tenor, una pizca ansiosa. - ¿Qué ha dicho? preguntó Joey al Otro, al que tenía dentro de la cabeza, que
escuchaba, calculaba y explicaba. Joey hizo un esfuerzo y habló, oyendo su propia voz muy cerca de sus orejas. Ahora estaba dispuesto a volverse y mirar por la ventana, pero los pies del doctor estaban a su lado, requiriendo ansiosamente su atención, temerosos de que se apartara. - ¿Qué dijo? - preguntó Joey al Otro. Hubo una pausa, una barrera, una desgana en hablar. Luego la voz fría respondió: - Te ha preguntado por mí. La voz sonó indiferente. - Preguntó con quién hablabas... cuando tú... antes de contestarle. Joey oía su voz cerca, pero demasiado baja y confusa. Se esforzó por subir de tono... - ...imagen del padre, doctor Armstrong. Me dice que es apropiado decirlo. Es muy estricto, así que todo va bien. Eso sonaba bien. Sonaba a algo prudente. Joey oyó la voz de tenor, bien intencionada y ansiosa del doctor Armstrong. Sería una alabanza. - No le escuches, Joey. No es... Dolor y pena afectaron su cintura, haciéndolo doblarse. Tenía que huir rápidamente o morir. Hacer que no sucediera. En el pasado, en la oscuridad, en la confortable oscuridad, antes de que la gente pudiera arrebatarle su amor... estaba yaciendo en el suelo, acurrucado y la cálida oscuridad le envolvía como si fuera una manta. Pero los pies seguían allí plantados relevándose alternativamente en la misión de sostener el peso del cuerpo. Aquel acontecimiento pasado debería terminar antes de que se olvidara. Joey aspiró profundamente, hizo un esfuerzo por gritar, oyó su gemido distante y lo dejó atrás como si fuera un llamativo cartel pegado a la pared de una desierta estación de ferrocarril sita en un lejano lugar en el tiempo. - Dijo algo erróneo. Mándale que se vaya. La gente del exterior no conocía los caminos y senderos del mundo de la imagen, la memoria y el sueño: marchaban dando tumbos y destruyendo las cosas frágiles. Decidió que no debería haber escuchado y respondido. Cuando llegara el momento de regresar de la oscuridad al universo de la luz, guardaría silencio. El doctor Armstrong, considerado brillante y triunfador a sus veinticuatro años, entró en su despacho del hospital. Cerró la puerta con cuidado y se aseguró que el pestillo encajaba antes de sentarse a su escritorio. Enterró la carta entre sus manos. (Dije algo erróneo. Mándale que se vaya). El artículo sobre la técnica de Rosen decía que éste hablaba libremente con sus pacientes discutiendo sus mundos fantásticos con ellos, corno si fueran reales y explicándoles el significado de los símbolos. Quizá debería presenciar una demostración antes de probarlo de nuevo. ¡Dios! Joey se había caído de la silla y chocado contra el suelo ya acurrucado, las rodillas tocándole la barbilla, los ojos cerrados, como si hubiera sufrido una sacudida y estuviera muerto. Quizá se pondría bien. Mañana, una indagación casual con las enfermeras... Las enfermeras podrían culparle a él de lo de Joey. ¿Cuantos errores le estarían ya atribuyendo?... ¿Por qué estaba así sentado, con la cara entre las manos? Estoy cansado, pensó. Sólo cansado. El doctor Armstrong apoyó la cara con más fuerza aún en las palmas de sus manos, los codos asentados en el tablero del escritorio como si en verdad estuviera cansado. Las lágrimas se escurrían por entre los extendidos dedos y caían en las hojas del diario médico que tenía debajo. No soy yo quien está llorando, pensaba. Soy el frío y lógico estudiante, el que observa las acciones humanas. También puedo observarme a mí mismo, lo que demuestra que mi cuerpo llora. Esta pérdida de tiempo la podría emplear para estudiar y pensar. Las lágrimas siguieron escurriéndose por entre sus dedos extendidos y cayendo sobre el diario psiquiátrico. No soy yo quien está llorando, pensaba. Es esa otra sensación infantil que hay en mí, que puede verse envuelta en el amor y la esperanza, y en la piedad y en la confusión, y en la soledad. Soy un adulto, un científico. Es el otro el que llora, ese ser inmaduro que debo mantener oculto para el mundo - Nadie te ve- dijo el Otro - puedes llorar durante cinco minutos. Este espasmo pasará pronto. |
|
KATHERINE MAC LEAN 1968 Ed. Géminis SA - Barcelona |