Click para ir al número anterior

ANTERIOR

EL CUENTOMETRO DE MORT CINDER

SIGUIENTE

Click para ir al número siguiente

38 • EL OTRO

 

Viernes, 5 de octubre de 2001

Al índice

Click para ir al índice

Tres sombras se movían en el linóleo gris del piso del hospital, agitándose como si fueran verdaderas ramas y hojas. Joey enturbió sus ojos para hacer verdes las sombras de las hojas. El suelo vibró ligeramente a impulsos de unas pisadas amortiguadas y otra sombra, en forma de hombre, apareció a la luz del sol. Era la del doctor Armstrong. Un hombre amable. Un hombre que siempre caminaba silencioso, que se quedaba luego plantado y descargaba alternativamente el peso de su cuerpo sobre uno u otro pie, en espera de que alguien reparara en su presencia. Arrastró ahora los pies con gesto esperanzado.

Cuando Joey se concentraba en la sombra del doctor, podía tornar rosada parte de la cabeza, como si fuera un rostro. La voz del doctor Armstrong dijo algo. Era una agradable voz de tenor, una pizca ansiosa.

- ¿Qué ha dicho? preguntó Joey al Otro, al que tenía dentro de la cabeza, que escuchaba, calculaba y explicaba.
- Preguntó: ¿Cómo estás?
- ¿Y qué quería decir con eso?
- Desea que te levantes y trabajes, como él - contestó con tono admonitivo su Otro, su guardián y consejero - Eso es lo que ellos quieren.
- Ahora mismo, no. Estoy mirando las hojas. ¿Qué le contestaremos?
- Dile: Igual, Poco más o menos.

Joey hizo un esfuerzo y habló, oyendo su propia voz muy cerca de sus orejas. Ahora estaba dispuesto a volverse y mirar por la ventana, pero los pies del doctor estaban a su lado, requiriendo ansiosamente su atención, temerosos de que se apartara.

- ¿Qué dijo? - preguntó Joey al Otro.

Hubo una pausa, una barrera, una desgana en hablar. Luego la voz fría respondió:

- Te ha preguntado por mí.
- ¿Acaso... ? - Joey estaba alarmado. La gente se entrometía, la gente decía cosas que le llegaban muy adentro y le dolían. Y, sin embargo, el doctor Armstrong siempre había sido bueno; hasta ahora, nunca le criticó - No... no quiero saberlo. Bueno... cuéntamelo un poquito.

La voz sonó indiferente.

- Preguntó con quién hablabas... cuando tú... antes de contestarle.
- Dile que contigo — respondió Joey, cálido y confiado. La voz era su amiga y el doctor Armstrong también. Deberían conocerse los dos. La voz ayudaría al. doctor Armstrong - Dile que contigo.
- ¿Qué nombre le doy? La gente instruida necesita nombres para las cosas que existen. No comprenden nada si les falta la ayuda de los nombres.
- ¿Quién eres tú?
- Soy una construcción. Tú me hiciste.
- No podemos decirle eso. La gente me castiga si hago personas - Joey sintió dolor en su cintura, cerca del estómago y del corazón. Le resultaba difícil respirar - ¡ Mamá ! - gritaba y lloraba.
- Pues no. le diremos eso - accedió la voz, Joey se sintió más tranquilo. La voz era buena; era preciso que tuviera un buen nombre, un nombre que los demás del exterior aprobaran.
- Tenemos que encontrarte un nombre. Hay tantísimas palabras. ¿Qué otra cosa eres tú?
- Soy parte de tu padre y de tu madre, y partes pequeñas y sentimientos de cualquiera que alguna vez se preocupara por ti y quisiera impedirte que hicieses cosas para que estuvieras bien y los desconocidos no se enfadaran contigo. Y tú me hiciste crecer para que te hablara. Hace muchos años. He madurado y adquirido sabiduría, Joey. Me preocupas y quiero que dejes de...
- No me molestes ahora con eso - le interrumpió Joey, retirándose a sí mismo en el interior de su cabeza para que la voz sonara distante y no tuviera que escucharla - explica al doctor Armstrong que estás de su parte, que eres una persona adulta como él y que me dices lo que debo hacer. Yo no sabría cuándo levantarme o lo que la gente desea... Esa gente se enfadaría...
- Los doctores no quieren hablar conmigo. Desean hablar contigo, Joey. No te preguntan cómo hacer algo: sino qué tal te encuentras.
- No puedo hablar. Me mirarían. Lloraría y querría tocar brazos y acariciar mejillas. Habla por mí. Diles que eres un doctor. Emplea sus palabras.

Joey oía su voz cerca, pero demasiado baja y confusa. Se esforzó por subir de tono...

- ...imagen del padre, doctor Armstrong. Me dice que es apropiado decirlo. Es muy estricto, así que todo va bien.

Eso sonaba bien. Sonaba a algo prudente. Joey oyó la voz de tenor, bien intencionada y ansiosa del doctor Armstrong. Sería una alabanza.

- No le escuches, Joey. No es...

Dolor y pena afectaron su cintura, haciéndolo doblarse. Tenía que huir rápidamente o morir. Hacer que no sucediera. En el pasado, en la oscuridad, en la confortable oscuridad, antes de que la gente pudiera arrebatarle su amor... estaba yaciendo en el suelo, acurrucado y la cálida oscuridad le envolvía como si fuera una manta.

Pero los pies seguían allí plantados relevándose alternativamente en la misión de sostener el peso del cuerpo. Aquel acontecimiento pasado debería terminar antes de que se olvidara. Joey aspiró profundamente, hizo un esfuerzo por gritar, oyó su gemido distante y lo dejó atrás como si fuera un llamativo cartel pegado a la pared de una desierta estación de ferrocarril sita en un lejano lugar en el tiempo.

- Dijo algo erróneo. Mándale que se vaya.

La gente del exterior no conocía los caminos y senderos del mundo de la imagen, la memoria y el sueño: marchaban dando tumbos y destruyendo las cosas frágiles. Decidió que no debería haber escuchado y respondido. Cuando llegara el momento de regresar de la oscuridad al universo de la luz, guardaría silencio.

El doctor Armstrong, considerado brillante y triunfador a sus veinticuatro años, entró en su despacho del hospital. Cerró la puerta con cuidado y se aseguró que el pestillo encajaba antes de sentarse a su escritorio. Enterró la carta entre sus manos. (Dije algo erróneo. Mándale que se vaya). El artículo sobre la técnica de Rosen decía que éste hablaba libremente con sus pacientes discutiendo sus mundos fantásticos con ellos, corno si fueran reales y explicándoles el significado de los símbolos. Quizá debería presenciar una demostración antes de probarlo de nuevo.

¡Dios! Joey se había caído de la silla y chocado contra el suelo ya acurrucado, las rodillas tocándole la barbilla, los ojos cerrados, como si hubiera sufrido una sacudida y estuviera muerto. Quizá se pondría bien. Mañana, una indagación casual con las enfermeras... Las enfermeras podrían culparle a él de lo de Joey. ¿Cuantos errores le estarían ya atribuyendo?... ¿Por qué estaba así sentado, con la cara entre las manos?

Estoy cansado, pensó. Sólo cansado.

El doctor Armstrong apoyó la cara con más fuerza aún en las palmas de sus manos, los codos asentados en el tablero del escritorio como si en verdad estuviera cansado. Las lágrimas se escurrían por entre los extendidos dedos y caían en las hojas del diario médico que tenía debajo.

No soy yo quien está llorando, pensaba. Soy el frío y lógico estudiante, el que observa las acciones humanas. También puedo observarme a mí mismo, lo que demuestra que mi cuerpo llora. Esta pérdida de tiempo la podría emplear para estudiar y pensar.

Las lágrimas siguieron escurriéndose por entre sus dedos extendidos y cayendo sobre el diario psiquiátrico.

No soy yo quien está llorando, pensaba. Es esa otra sensación infantil que hay en mí, que puede verse envuelta en el amor y la esperanza, y en la piedad y en la confusión, y en la soledad. Soy un adulto, un científico. Es el otro el que llora, ese ser inmaduro que debo mantener oculto para el mundo

- Nadie te ve- dijo el Otro - puedes llorar durante cinco minutos. Este espasmo pasará pronto.


KATHERINE MAC LEAN • 1968 Ed. Géminis SA -  Barcelona