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A los
latinoamericanos, la manera como los españoles se sirven de su idioma nos resulta a veces
un tanto áspera. Y los españoles, por su parte, encuentran que nuestra manera de hablar
es dulce o dulzarrona, según que les guste o que les mortifique. Lo cierto es que la
diferencia existe y la siente uno cada día cuando vive en España. Los colombianos usamos
copiosas fórmulas de cortesía. Que Colombia sea a la vez un país muy violento y un
país cortés, con una cortesía que es común al portero de un edificio y al presidente
de la República, no es sino uno de los tantos contrastes que caracterizan nuestra vida
tormentosa.
A mí me divierten las sorpresas a que se
exponen las señoras bogotanas cuando llegan a Madrid. Una de ellas, buena amiga nuestra,
subió en días pasados a un taxi y se dirigió al chofer con una fórmula ritual en
Bogotá:
-Señor, ¿sería usted
tan amable de llevarme al Paseo de la Castellana? - el taxista la miró con
extrañeza por el espejo retrovisor.
-Pues sí, la llevo -le contestó- pero sin el tan amable.
Mi mujer, bogotana también, utiliza giros
parecidos. El otro día entró en un bar refrigerado huyendo del calor canicular de las
calles de Madrid en estos días de verano.
- Señor -le dijo al patrón del bar-, me muero de
sed. ¿Me regala un jugo de naranja y un cafecito?
El hombre quedó desconcertando pensando que le estaba pidiendo una limosna.
-Pues no se los regalo, se los vendo -aclaró de
inmediato, él no podía saber que entre nosotros se dice regáleme para evitar la orden
áspera de "tráigame" o "sírvame". A mí la forma directa y franca
de hablar de los madrileños me gusta. Pero no por ello dejo de llevarme algún
desconcierto o de suscitarlo.
Semanas atrás debía desayunar con el ex presidente César Gaviria, que estaba de
paso por Madrid, y tomé con prisa un taxi en la puerta del hotel Ritz. Cuando le di a la
conductora, en este caso era una mujer, la dirección del hotel Miguel Angel, que estaba
relativamente cerca, su reacción fue muy brusca.
- Me ha hecho usted polvo - me dijo.
-¿Cómo dice?
- Pues que me ha hecho usted polvo. Estoy desde las 7:00 de la mañana esperando que
algún pasajero del Ritz necesite ir al aeropuerto y usted me pide que lo lleve a sólo
500 metros de aquí. Menudo negocio.
- Tiene usted razón. Me muero de la pena - le dije
utilizando una expresión muy común en Colombia.
Ahora la perpleja era ella. Morirse de la pena es para un español morir de tristeza, algo
que sólo le ocurre cuando pierde un ser querido.
- No es para tanto - me dijo la mujer pensando que su
pasajero debía tener una sensibilidad realmente enfermiza.
Como los colombianos abundamos en saludos y
despedidas (¿qué tal, como está, qué tal noche pasó?, se le pregunta a un visitante)
, la manera como los españoles terminan una conversación telefónica con un escueto
"hasta luego" lo resentimos como un portazo en las narices. En vez de los
imperativos, preferimos los condicionales: "podría decirme", "quisiera
usted hacerme un favor" etcétera. Usamos palabras que corrían en Castilla en los
tiempos del Quijote.
Recuerdo el "sumerced", vocablo con que el Lazarrillo de Tormes se dirige
a su amada y que en Colombia todavía se usa en algunas regiones para dirigirse a los
padres. Y sólo en algunos rincones de Castilla se entiende que afán es prisa,
habichuelas judías y frijoles alubias. Pero no creo que entiendan que una cuadra no es
para nosotros un corral, sino la distancia urbana entre una manzana y otra, y un carro, un
coche.
Palabras de uso corriente en España son imposibles entre nosotros por su crudeza.
Por ejemplo, la que designa con toda tranquilidad el trasero. Recuerdo mi sorpresa cuando,
llegando a la península por primera vez, el elegante portero de un hotel de San
Sebastián me daba instrucciones para poner mi automóvil en el garaje con estas palabras:
- Métalo de culo, señor. Y años más tarde, en
plena época del destape, encontré, en una revista española, la foto de una bella
muchacha paseando por una playa de Ibiza con los senos al aire, acompañada por el
siguiente texto:
- La teta hispánica, que antes sólo servía para amamantar
a los cachorros del franquismo, ahora se pasea airosa por nuestras playas.
¡Caramba!, Guillermo Cabrera Infante contó en algún libro suyo que se había ido
de Madrid a Londres porque sufría con el doblaje de sus amadas películas. No pudo
soportar ver a Humphrey Bogart, con su cigarrillo humeándole en la comisura de los
labios, mientras se le oía decir:
- Anda, que te voy a dar un tortazo.
Pero igual desconcierto tuvo un escritor español en Bogotá cuando una obsequiosa
secretaria le preguntó:
-¿Le provoca un tinto?. El literato peninsular no
tuvo más remedio que decirle:
- Lo único que le entiendo es LE. Porque PROVOCA
corresponde al combativo verbo provocar y un TINTO puede ser en España una copa de
vino pero jamás un café.
Hay quienes dicen que estas diferencias de lenguaje revelan sensibilidades y modos
de ser distintos. En el caso latinoamericano, cierto mestizaje étnico o cultural
determinaría expresiones ceremoniales ajenas al carácter español. Pero hay quienes
dicen que muchos de los giros usados por nosotros eran usuales en la España de otros
tiempos. Factores de la vida moderna (un ritmo más trepidante y el auge de lo
audiovisual) habrían simplificado el lenguaje en la península haciéndolo más directo y
áspero. Y lo nuestro no serían sino gentiles y acaramelados anacronismos. Vaya, vaya,
¿será verdad? |