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712 • EL GRIFO |
Sábado, 10 de enero de 2004 |
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Las
primeras fotos del planeta desde la nave Apolo,
confirmaron lo que sabían los geofísicos: el 75% de
la superficie es agua. Sabemos también que la
profundidad de los océanos es abismal. La Tierra
es, pues, el planeta del agua. Ahora bien, de
toda esa agua, el 97% es agua salada y solo el 3% es dulce...
y de esa dulce
un 78% está congelada en los casquetes polares,
y en los glaciares; y un 20% en
capas geológicas muy profundas, prácticamente
inalcanzables. Si representamos el total de agua
del mundo por una bañera llena, el agua dulce
sería un balde de limpieza lleno a la mitad; y
la accesible, es decir, la que nos queda para
sobrevivir, sería una pequeña copa de licor. Dentro de veinte años habrá en la tierra 8.000 millones de personas que necesitarán aún más cereales y vegetales de toda clase, y pastos para obtener carne. Nada de eso es posible sin agua dulce.
El consumo individual, no estrictamente doméstico, ya no es tan modesto. En algunas zonas la gente está contenta con sobrevivir; pero en otras quiere además "vivir a lo loco", manteniendo piscinas en zonas áridas, echando mano a las reservas de aguas relativamente profundas. En las Baleares, y no sólo en los centros turísticos, se riega el césped deportivo con agua acarreada en buques cisterna desde la Península. En Kuwait y en Bahrain, donde desde tiempo inmemorial no llueve, vive una población de dos millones con agua de mar desalinizada; sólo pagable con el petróleo. Libia está derrochando capas subterráneas de agua, acumuladas durante las fases climatológicas en que el Norte de Africa contaba con lluvias abundantes; y que se agotarán en treinta años. Arabia Saudita, a base de riego artificial, produce trigo que podría comprar más barato en el mercado mundial. Incluso se desecan lagos y biotipos húmedos, desviando con la técnica sus fuentes hacia el consumo urbano y agrícola. Las lluvias están repartidas muy irregularmente. Donde la temperatura es más alta, y mayor la evaporación, es donde menos llueve y menos queda para las plantas, los arroyos y el hombre. Y cuanto más reseco y desnudo está el suelo, más rápida resbala sobre él la lluvia, sin empaparlo, ni llegar a engrosar el caudal freático. Esa irregularidad la induce a veces, el hombre mismo, por el "método" de la deforestación. La desertización será la estación final de la "cruzada contra las pluviselvas tropicales". La connivencia entre multinacionales madereras codiciosas del beneficio rápido, y gobiernos, o políticos, en busca de lo mismo, da por resultado la pérdida anual de superficies inmensas de selva. Si se comparan las fotos de satélite con los mapas de la primera mitad del siglo XX, sólo en la Amazonia ha desaparecido ya claramente más de la mitad de lo que fue selva. La catástrofe sobreviene, inexorable, por caminos diversos.
Y no sólo la irregularidad es un problema, sino la calidad misma del agua. La industria maneja más de 60.000 substancias químicas, y los desagües irresponsables contaminan y envenenan las aguas superficiales y las freáticas. Las centrales depuradoras de agua potable filtran, ozonifican, mezclan... Y lo que nos llega al grifo ya no sabe más que a un estéril Hache-dos-O. Por encima de este pandemónium de intereses e irresponsabilidades se cierne la explosión demográfica. La "revolución verde", basada en el riego artificial y los abonos químicos, logró al comienzo de la década ochenta el récord de 350 kg. de grano por cabeza y año (102 días de reserva de trigo; hoy, 50 días). El crecimiento demográfico (cada año 90 millones más) fue reduciendo la ventaja que la agricultura llevaba en la carrera; y en 1999, aunque hubo un plus en toneladas absolutas, sólo se llegó a 290 kg. por cabeza: 60 menos. Los ocho mil millones de hombres que necesitarán alimentación el año 2020 tendrán que enfrentarse además con otro factor adverso: la disminución de la superficie cultivable. Aquí, por sobreproporción de praderas para producir carne; allá, los suelos se esquilman por cosechas múltiples y sin rotación, o se intoxican por sobrecarga de abonos químicos, o por salinización... En algunas áreas, los campesinos reaccionan cultivando laderas en terrazas inverosímiles; pero entonces la lluvia ya no riega: arrastra. Las fotos de satélite presentan ríos cada vez más amarillentos. Parece poco que una tormenta se lleve río abajo un milímetro de tierra fértil; pero por hectárea son 10 metros cúbicos, unas 15 toneladas. Por esas y otras causas, cada año desaparece una extensión de tierra cultivable aproximadamente como Cataluña en España. Y tampoco toda la tierra cultivable se dedica a la producción de alimentos. En los países en desarrollo se cultiva y se riega para obtener divisas duras: plantaciones de café y té, campos inmensos de algodón, palillos de comer a la oriental, que se tiran después, en las selvas tropicales del sudeste asiático, maíz en Africa para el ganado vacuno europeo... Cultivos que exigen mucha agua, y en suelos casi nunca apropiados: agua y tierra que faltan para hacer frente al hambre. Otro aspecto importante en el despilfarro del agua es el avance asolador del consumo de carne en los países ricos. La canalización de los alimentos vegetales hacia la obtención de alimento animal a través del ganado implica una pérdida del 90% del valor nutritivo original. Es un despilfarro de las cosechas. Pero además, un despilfarro del agua: 4.000 litros para un filete de 180 gramos; 20.000 para un kg. de carne de vacuno. Litros que faltan, no en los países consumidores, sino en los productores. Y, ¿cómo
reacciona la política? En los países que aún
no sienten la sed, están bastante extendidos los
partidos de los optimistas profesionales y de los bagatelizadores. Ambos cierran los ojos a
las cifras. El común denominador de su consenso
se resume en el lema: Moraleja del precedente Apocalipsis. ¿Qué puede hacer el mundo? A primera vista, no mucho; y sin embargo no poco, si lo hacemos todos. En los problemas colectivos, la conducta ha de ser siempre tal que, si todos la siguieran, el problema se resolvería. Así que:
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EDUARDO ESPERT |