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682 • LA CAZA DEL BISONTE

 

Sábado, 6 de diciembre de 2003

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  El homo sapiens es el único animal capaz de hacer preguntas. Algunas le obsesionan. Una le resulta inevitable, clave de todas las demás, siempre en el fondo del saco de las grandes cuestiones: ¿para qué los hombres? Hay respuestas evidentes a preguntas de otro tipo: para qué los ojos, para qué los dientes... Por el contrario, no hay respuesta evidente para la pregunta inevitable. Ni sencilla. Ni rápida. Ni fácil. Tampoco es la razón científica quien puede contestarla, por esa limitación fundamental que Heidegger y Wittgenstein expresan de forma lapidaria: la ciencia no piensa.

Desde el principio, Platón nos avisa de que sólo averiguaremos "para qué los hombres" si entendemos qué es el hombre. Hemos tenido tiempo de pensarlo. Le pregunto a José Antonio Marina y me contesta con una página fantástica, en su Teoría de la inteligencia creadora:

"Nuestro antepasado de frente huidiza y largos brazos caza el bisonte en el páramo. Atraviesa corriendo un paisaje de olores y pistas. Arrastrado por el rastro, salta, corre, gira la cabeza, explora, husmea. La presa es la luz al fondo de un túnel. Sólo existe esa atracción feroz y una sumisión sonámbula. Sólo sabe que la ansiedad se aplaca al seguir aquella dirección. No caza, se desahoga. No persigue un bisonte: corre por unos corredores visuales y olfativos que le excitan (...). No hay nada que pensar, porque aún no piensa. Su cerebro calcula y le impulsa. Está sujeto a la tiranía del `Si A... entonces B´".

Hasta aquí, la conducta del homínido. Lo que viene a continuación es un salto increíble. Sin saber cómo, la oscura caverna de los resortes instintivos es iluminada desde dentro por la inteligencia. El bisonte ya no es la luz irresistible al fondo del túnel, porque ahora el túnel tiene luz propia. Y con esa luz, el frío, el hambre y la sed ya no reciben respuestas forzadas por el estímulo externo sino suavizadas por la libertad interna.

El hombre es irreconocible dentro de los homínidos. Marina piensa que "la transfiguación ocurrió un misterioso día, cuando al ver el rastro detuvo su carreta, en vez de acelerarla, y miró la huella. Aguantó impávido el empujón del estímulo. Y, de una vez para siempre, se liberó de su tiránico dinamismo. Aquellos dibujos en la arena eran y no eran el bisonte. Había aparecido el signo, el gran intermediario. Y el hombre pudo contemplar aquel vestigio sin correr. Bruscamente era capaz de pensar el bisonte aunque ni en sus ojos, ni en su olfato, ni en sus oídos, ni en su deseo estuviera presente ningún bisonte. Podía poseer el bisonte sin haberlo cazado. Y, además, indicárselo a sus compañeros".

Desde entonces, los estímulos han perdido su control totalitario. En un giro coopernicano, las riendas de la conducta han sido tomadas por la subjetividad libre. La secuencia necesaria "Si A... entonces B", ha sido reemplazada por la posibilidad incalculable del "Si A... entonces B, C, D..., o cualquier cosa, o todas a la vez, o ninguna de ellas".

El salto increíble ha sido la aparición de la subjetividad, de la libertad inteligente, de la autoconciencia que hace posible el autocontrol. El conocimiento científico no consigue explicar esta novedad. La ciencia nos dice que en el mundo sólo existen partículas físicas carentes de conciencia y de intención. Pero los hombres formamos parte de ese mundo, y a la vez somos seres conscientes y libres. El problema nos afecta muy personalmente al intentar explicar cómo se compenetra la exterioridad corporal con la interioridad psicológica, pues ciertos rasgos esenciales de nuestra constitución subjetiva parecen imposibles de encajar dentro de nuestro cuerpo físico.

El más importante de esos rasgos es la autoconciencia. Yo, en el momento de escribir esto, y usted, en el momento de leerlo, somos ambos conscientes. Pero nadie sabe cómo puede ocurrir tal cosa, cómo un sistema físico puede ser consciente. La autoconciencia es un conocimiento reflejo, una capacidad que el hombre tiene de conocerse a sí mismo. Supone un inverosímil desdoblamiento del sujeto, una duplicación real que hace posible experiencias tan comunes y misteriosas como la que describe Juan Ramón Jiménez:

Yo no soy yo. Soy este
Que va a mi lado sin yo verlo,
Que, a veces, voy a ver,
Y que, a veces, olvido.
El que calla, sereno, cuando hablo,
El que perdona, dulce, cuando odio,
El que pasea por donde no estoy,
El que quedará en pie cuando yo muera.

Un segundo rasgo embarazoso es la intencionalidad, esa capacidad que posee el ser humano de salir de sí mismo y dirigir su conocimiento y su voluntad hacia objetos exteriores, ajenos, distintos de él. ¿Acaso puede nuestra estructura bioquímica desarrollar semejante estrategia? El tercer rasgo problemático es la subjetividad de los estados mentales. Se manifiesta en hechos tan claros como que yo puedo sentir mis dolores y tú no puedes, yo puedo pensar sin que nadie sepa que pienso, y mucho menos qué pienso. Lady Macbeth dice a su marido que no tenga miedo a que se descubra su asesinato, pues "no hay un arte capaz de leer en la interioridad de la mente a través de la cara". Ahora bien, si la ciencia exige que la realidad ha de ser igualmente accesible a todos los espectadores cualificados, la subjetividad individual se presenta como un campo vedado para el conocimiento científico.

Aparece por último el problema de la causalidad mental. Todos experimentamos que nuestro pensamiento incide sobre la realidad física y la modifica: cuando decido estirar el brazo y acercar la silla, brazo y silla responden a mi deseo. Pero si nuestros pensamientos son verdaderamente mentales, ¿cómo pueden afectar a algo físico? Suponemos que nuestro pensamiento puede mandar sobre nuestro cerebro, pero somos incapaces de entender cómo.

Todo esto lo expone John Searle con brillantez en un breve ensayo: Minds, Brains and Science. Podríamos prolongar el inventario de lo inexplicable. Pero lo dicho es suficiente para mostrar que la especie humana da lugar a la radiografía más rica y difícil de interpretar, porque el hombre esconde detrás de su fachada corporal una interioridad no deducible de su exterioridad biológica. Aunque la fuerza de la gravedad nos ata a la tierra, la inteligencia nos desata constantemente. Pascal lo explica de esta manera: apenas conocemos lo que es un cuerpo vivo; menos aún lo que es un espíritu; y no tenemos la menor idea de cómo pueden unirse ambas incógnitas formando un sólo ser, aunque eso somos los hombres.

Esta constitución subjetiva no descansa en un órgano diferente, en algo equivalente a las alas, las aletas, el pico, las garras o las pezuñas. La novedad descansa sobre una cualidad tan real como inmaterial: la libertad inteligente. Tan real que nos hace pertenecer a la especie homo sapiens. El hombre y el mono tienen una diferencia genética mínima: no llega al 2%. En cambio, la diferencia existencial es un abismo. Salvar esa distancia representaba mucho más que bajar del árbol. El salto no era de la rama al suelo sino del suelo a la conquista del mundo. Fue la tarea de la inteligencia.

JOSÉ RAMÓN AYLLÓN