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575 • EL ABRAZO

 

Säbado, 2 de agosto de 2003

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Puente colgante Los techos rojos de las casas se empequeñecían a medida que escalaba el cerro más cercano. Desde un azul implacable, donde giraban planeando varios pájaros negros, el sol primaveral llenaba de vida la tarde. Oyó ladridos lejanos, el llanto de un bebé y el hollar de los viejos cascos del caballo de la noria hundiéndose en el círculo de fango. Se quitó la camisa, la anudó a su cintura y continuó la ascensión sorteando charcos y piedras. Los cabellos castaños caían sobre su frente transpirada. Llegó al bosque, donde se detuvo a escuchar los cantos de los pájaros; se enorgullecía de poder distinguirlos, de saber a qué especies pertenecían, y comprender si eran un reclamo de amor, la llamada a un pichón o el desafío de un macho. Con los bolsillos atiborrados de migas, bichitos y lombrices, quieto y con ambas manos tendidas, ofreció en las palmas, los manjares que las aves más audaces se atrevieron a comer.

De pronto sintió que lo observaban. Al volver el rostro se encontró con los ojos claros de un desconocido que lo miraba asombrado. Receloso primero, luego más tranquilo, ensayó un tímido ¡hola!, sin recibir contestación. Bajó la vista, molesto ante la fijeza de aquella mirada que parecía ver dentro de él, turbándolo hasta el sonrojo. A los pocos minutos conversaba entusiasmado con el hombre (como camaradas de viejos encuentros), de todo aquello que le gustaba: dibujar, escribir, soñar, y del amor a los animales y las plantas. Se sorprendió, porque ni con sus amigos más íntimos había logrado comunicarse tan espontáneamente.

Ambos continuaron trepando la montaña. Confundido por momentos, el chiquillo pensaba que estaba obrando mal. De acuerdo con lo enseñado por su madre y las maestras, no debía confiar demasiado en un extraño. Le habían hablado en forma vaga de hombres que buscaban niños para lastimarlos, y eso era algo que lo asustaba; pero al instante, los transparentes ojos del forastero y su sonrisa le hacían olvidar la desconfianza inculcada y se entregaba mostrándose entero, con sus gustos, sueños y temores. Hasta habló de sexo y le pidió consejo, lo que no se había atrevido a hacer, a su madre por vergüenza, y a sus amigos por no afrontar las clásicas bromas que le hubieran hecho debido a su inexperiencia.

Si bien los momentos de desconfianza surgían esporádicamente, se diluían en la cada vez más profunda relación que se iba estableciendo. El desconocido parecía adivinar sus pensamientos y muchas veces completaba la frase por él comenzada. Le preguntaba sobre los animales silvestres, la construcción del nido del reyezuelo, los colores de los jilgueros, el lugar donde ponían sus huevos los tordos, cómo se injertaban los rosales, la reproducción de las ranas. De pronto se encontraba averiguando cuál era la mejor edad para casarse y qué se hacía la noche de bodas. Todo lo quería saber, porque aquel hombre parecía el dueño de todas las respuestas; así le dijo que se casaría a los veintisiete años luego de recibirse de veterinario, y que sería muy feliz en su matrimonio con Paula.

No le alcanzaban el asombro y el agradecimiento. Sus ojos permanecían muy abiertos. Escuchaba con atención cada palabra. Charlando y riendo, llegaron a un estrecho puente que atravesaba una hendidura en la montaña. En la mitad del puente, con los ojos llenos de lágrimas, el desconocido lo abrazó. Ante ese gesto de afecto inesperado, apareció nuevamente la desconfianza aprendida y el temor lo hizo reaccionar; se separó del abrazo empujando al hombre con fuerza hacia atrás. Éste trastabilló, intentó aferrarse del endeble pasamanos. Pero no pudo. Cuando el chico quiso remediar la situación tratando de sostenerlo, ya era tarde; caía en medio de un alarido hacia las entrañas del precipicio. Luego de unos segundos durante los cuales quiso detener el tiempo y volver atrás, escuchó el golpe del cuerpo. Se hizo un silencio de muerte, angustia y soledad. El niño quedó solo, balanceándose en medio del puente.

Recuperado, intentó por todos los medios bajar a la parte más honda de la grieta donde suponía que estaba el hombre, con la esperanza de que por un milagro estuviese vivo. Casi había oscurecido y se hallaba muy adentrado en el abismo, pero sin poder llegar al fondo. Gritaba, ¡señor!, ¡señor!, ¡señor! Si alguien hubiese estado escuchándolo, habría pensado que llamaba a Dios. Con angustia, gemía, ¿por qué, por qué?, mientras resbalaba, lastimándose brazos y piernas.

Ya bien entrada la noche, cuando la madre, alarmada, después de buscarlo en casa de todos sus amigos iba a dar parte a la policía, lo vio llegar caminando por el medio de la calle, tambaleante, con la ropa destrozada, las rodillas y las manos rojas de sangre. Lo llevó a la casa, lo bañó, curó y arropó. Estuvo a su lado durante esa larga noche. Recordaba como entre brumas los días siguientes. No quería atravesar la puerta de calle. Pensaba que en su cara se reflejaría el delito cometido. Casi un mes insistió su madre para convencerlo de su regreso a la escuela, pero la idea de que alguien pudiese encontrar el cuerpo y lo acusara del crimen, lo persiguió mucho tiempo, perturbando su sueño. Se volvió huraño.

Lentamente, volvió a ser para todos el chico amistoso, a veces un poco solitario, que había sido siempre. Para todos, excepto para su madre, quién, a través de sus ojos claros, percibía una angustia que su sonrisa no lograba ocultar. Estudió con ahínco, finalizó el secundario y ya en la Capital, completó sus estudios de Veterinaria, se casó con Paula y tuvo cuatro hijos. Poco a poco, creció en él un gran desasosiego. Como si en su vida le faltase algo por hacer. Sintió la necesidad de viajar a su pueblo para hacer frente al pasado. No bien llegó, se dirigió a la montaña. Liberado a medias del sordo remordimiento que lo había acompañado tantos años, trepaba por la ladera mientras una sensación de felicidad lo iba invadiendo; evocaba las veces que había recorrido ese camino, cuando quería encontrarse a sí mismo. En el cielo, varios pájaros evolucionaban en órbitas reiteradas. Volvió a escuchar el chapoteo de los cascos del caballo de la noria en el barro circular, el rechinar de las ruedas, el fluir insistente del agua hacia el abrevadero. Llegó a un grupo de cinco árboles bajos de troncos retorcidos y reconoció su querido bosque; escuchó, nítidos, los trinos en la quietud de la tarde.

Lo vio a la vuelta de un peñasco. En el centro de un revuelo de pájaros, contempló con asombro la figura inmóvil de ese chiquillo con pantalones cortos y la camisa anudada a la cintura que, con las manos tendidas, ofrecía comida en sus palmas; cuando el pequeño se volvió, observó el pelo castaño sobre su frente y temor en sus ojos claros muy abiertos. Escuchó un tímido ¡hola! pero, sorprendido, no atinó a contestar. Repuesto, empezó a hablar, tratando de vencer la turbación del niño; lo logró y, a los pocos minutos, charlaban como viejos amigos.  Durante más de una hora escalaron la montaña. En un recodo del camino apareció ante su vista el puentecito; con paso firme comenzaron a cruzarlo, conversando animadamente.

Al llegar al medio, con lágrimas en los ojos, lo abrazó.

ARIEL DÍAZ
1er Premio Concurso Cuentos Soc. Arg. de Escritores 1991
Publicado en "Tiempo de desafío" por "Libros del Quirquincho"