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534 • UN ÁRBOL QUE CRECE |
Lunes, 16 de junio de 2003 |
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Había una vez una hojita. (Esta historia, ya ven, es muy modesta, empieza con una hojita de nada, una hojita verde para colmos, una Hojita de Morondanga. Pero eso quiere decir mucho porque las cosas más extraordinarias suceden en los Días de Morondanga. Es precisamente en los Días de Morondanga cuando suceden las Cosas Grandes) Repito: había una vez una hojita, con su correspondiente tallo, que se abrió paso entre el cemento de la avenida 9 de Julio de la ciudad de Buenos Aires, más o menos a la altura de la avenida de Mayo. Empujó no se sabe bien cómo, con esa rara fuerza de las plantas, que raicita a raicita, milímetro a milímetro, levantan veredas o derrumban casas, y se abrió, redonda y brillante, al sol de una mañana de jueves. No tengo la menor idea de lo que pudo pensar al encontrarse allí en medio de un mar de cemento, con motores rugientes y ruedas feroces que la hacían temblar. En realidad, ni siquiera estoy segura de que las plantas piensen, o hablen. Lo que sí sé es que crecen. Es más, me parece que las pobres no pueden parar de crecer. Si fueran personas tendrían que comprarse ropa nueva cada día, y a la noche les quedarían cortos los pantalones nuevos de la mañana. Esta planta que digo yo, fue una planta chiquita lo que se dice chiquita el primer día, y a gatas si se salvó de que la aplastaran por estar bien ubicada en un rincón, junto a la garita del cuidador de la playa de estacionamiento. Al día siguiente, en cambio, nadie podría haberla llamado chiquita lo que se dice chiquita: tenía sesenta y nueve hojitas redondas, cinco ramas y un tronco grueso. Y ya echaba su sombra. Una mañana después era un arbolito bastante importante, y la gente que cruzaba la Nueve de Julio revisaba con los ojos el follaje para descubrir el brillo de alguna fruta. Pero no era tiempo de frutar para la hojita que se hizo árbol. Era tiempo de crecer, de crecer creciendo. Un mes después quedó demostrado que una manta de cemento nada puede contra un árbol decidido. Brotaron de golpe montañitas de asfalto que se quebraban rápidamente con un sonoro crac. Y, detrás del crac, venía un poquito de tierra y después alguito de pasto, seguramente gusanos y también escarabajos. Y el árbol, siempre el árbol. Lo cierto es que esa zona de la avenida Nueve de Julio fue tomando otro aspecto, aspecto de Cosa Nueva, de Cosa Grande, de Cosa Loca..., en fin, ya nadie hablaba de ese lugar como de un Lugar de Morondanga. Los vecinos se sorprendieron, después se alarmaron y por fin se sentaron a esperar lo que fuera. Cuando el Árbol (ya con mayúscula, por supuesto) había tomado proporciones proporcionalmente desproporcionadas, llegaron los Especialistas. Traían lupas para observar con cuidado la tierra que brotaba lentamente de los cracs de cemento, traían telescopios para avistar las ramas más altas (que ya superaban al más alto de los edificios). Traían libros dificilísimos donde se guardaban los nombres en latín de todas las plantas. Armaron sus tiendas de campaña en la Nueve de Julio y en la avenida de Mayo. Instalaron un telescopio gigante en la Torre Barolo. Tomaron medidas de hojas, ramas y ramitas. Al mediodía los pizarrones de los diarios anunciaban que el tronco principal medía cincuenta y cuatro metros y diecisiete centímetros. Pero, como el Árbol estaba en plena edad de crecimiento, los canillitas de la tarde voceaban: - ¡Sesenta y nueve metros! ¡Quinta, diarios! ¡Setenta! ¡Salió la insólita historia del Árbol Gigante! | |
GRACIELA MONTES |