Click para ir al número anterior

ANTERIOR

EL CUENTOMETRO DE MORT CINDER

SIGUIENTE

Click para ir al número siguiente

435 •  PAPÁ EN PARÍS

Jueves, 13 de Febrero de 2003

Al índice

Click para ir al índice

Esta es una historia real en forma de cuento.Tengo 54 años. Y cuando sea grande voy a estudiar enfermería. Mejor empiezo por el principio. Desde hace 26 años -casi la mitad de mi vida- resido en México.    El sábado 11 de enero el teléfono me despertó a las seis de la mañana. Era mi papá, desde Argentina. En México son tres horas menos de diferencia. Allá eran las nueve de la mañana. Claro, él consideró que era una buena hora para llamar.
- Tito, vamos a ser colegas -me dijo- voy a estudiar periodismo.

Papá tiene 82 años y es médico. Era, mejor dicho: a principios de 2002 se jubiló, después de más de medio siglo de ejercer la quinta profesión más vieja del mundo. Vive en Las Flores, una ciudad agrícola-ganadera de la provincia de Buenos Aires, y perdió la cuenta de los bebés que trajo al mundo. Tres, cuatro o cinco generaciones de mujeres se atendieron con él. Ingresó a la Facultad de Medicina a los 16 años y egresó a los 21. Se especializó en ginecología,  escribió un libro sobre técnicas quirúrgicas y en 1959 ganó el premio "Enrique Finochietto". Los hermanos Enrique y Ricardo Finochietto fueron dos de los más destacados cirujanos de Argentina, maestros de generaciones. Uno de los momentos más emocionantes en la vida de papá fue cuando le obsequió un ejemplar de su libro premiado al otro, a Ricardo, quien lo recordaba como uno de sus mejores alumnos (¡en 1941, dieciocho años antes!) y lo estrechó en un abrazo. Mi viejo tenía entonces 38 años y don Ricardo le dijo:
- Te felicito, pibe, eras uno de los más traga libros.

En 1996 fue honrado como Ciudadano Distinguido de Las Flores y obtuvo el Diploma de Honor de la Asociación Médica Argentina. Cuando se jubiló, tenía 81 años. Al mes, comenzó a estudiar computación. Esa vez también me llamó por teléfono. Creo que en México eran las cinco de la mañana.
- Me aburrí de estar en casa con las perras -me dijo.
Papá tiene siete perras de diferentes tamaños, formas y colores, mestizas de razas indescriptibles, todas recogidas en la calle. Con su segunda esposa y un grupo de amigos, a fines de los años 80 fundaron una asociación protectora de perros callejeros. Construyeron un albergue, donde los vacunan, desparasitan, alimentan y mantienen limpios. El promedio de huéspedes es de cien. Si un niño, un adulto o una familia de Las Flores quiere tener un perro, va a ese albergue: ahí encontrará el ejemplar que quiera. Saludable, cariñoso, de pelo brillante, muevecola. No intenten descifrar el pedigree o adivinar la raza. Nunca lo lograrán. Son cien enigmas. Pero en Las Flores no hay perros deambulando con tristeza por el asfalto. Cuando yo era chico, me encantaban los perros. Los pastores alemanes, en especial, a los que en Argentina se les llama "perros de policía". Me gustaban porque veía una serie de televisión: Rin Tin Tin. Con el tiempo me enteré que un californiano llamado Duncan Lee había encontrado al primer Rinti en Francia, durante la Primera Guerra Mundial. Lo llevó a Estados  Unidos y se hizo millonario con varias generaciones de Rintintines. La cuestión es que yo quería tener un pastor alemán. Y papá nunca me lo permitió. Él le tenía fobia a los perros. Hoy, desde luego, lo perdono. A los 54 años, tengo una pastora alemana de cinco meses. Pesa 16 kilos y se llama Nikita, como la muchacha callejera de la película de Luc Besson.

Algo parecido sucedió cuando le dije que quería ser periodista.
- Te vas a morir de hambre, Tito -me dijo. Él quería que estudiara medicina. Pero yo lo veía a él, atendiendo partos o urgencias, a las dos, tres o cuatro de la mañana, sin sábados ni domingos libres, y no quise ser médico. Durante las 24 horas del 23 de diciembre de 1960 atendió siete partos: cinco en forma natural y dos como cesárea. A él le encantaba; yo, me deprimía. Así que intenté abogacía y abandoné. Probé con sociología y también dejé. Perdí un año en el servicio militar. Al salir, perdí medio año dudando entre ser hippie, playboy o peronista. En los últimos seis meses, sin decirle nada, comencé a trabajar de reportero en un semanario sensacionalista de Buenos Aires. Cuando se enteró, me dijo:
- Está bien, estudiá periodismo -e insistió- al menos, te vas a morir de hambre con un título

Él era hijo de un oficial principal (módico grado equivalente a capitán) de la policía de Buenos Aires, cuando aún no se llamaba Policía Federal. Mi abuelo Tomás -al que no conocí, porque murió en 1937- era, además, dramaturgo. Fue autor de nueve obras de teatro, de las cuales se representaron cinco. También era miembro de la Sociedad de Autores de Argentina (Argentores) y director de la revista quincenal Apolo, dedicada a las artes, letras y crítica teatral. Parece que los policías de antes eran un poco distintos a los de ahora. Papá me contó que mi abuelo escribía de noche, en la comisaría.
- Quizá heredaste algo de él -se resignó. Durante todo el tiempo que estudié periodismo, la expresión de su cara era una mezcla de quien padece estreñimiento y diarrea a la vez. También era la expresión de alguien que sufre jaqueca, dolor de muelas y callos en los pies. Pero él toleró que yo estudiara periodismo y yo aguanté su cara de profundo malestar. Comencé a sospechar que también le tenía fobia a los periodistas.
Pasaron los años. Creo que la cantidad de notas, artículos, editoriales, entrevistas y reportajes de investigación que he publicado en 26 años equivalen, por lo menos, a la mitad de los partos que él atendió. También publiqué ocho libros: digamos, con un poco de flexibilidad, que fueron modestas cesáreas. Lo curioso es que ahora él relee esos libros, los comenta y los presta. Saca fotocopias de mis artículos y los reparte entre sus amigos y amigas, que son muchos y muchas. La vida tiene esas vueltas. Antes, los padres se sentían orgullosos de m'hijo, el dotor. Él, parece que está orgulloso de mi hijo, el periodista. Por eso también le perdono la guerra de nervios que me hizo cuando yo quería ser periodista.

En Las Flores ahora hay una gran cantidad de médicos jóvenes y no tan jóvenes. Papá es el único de ellos que no es dueño de campo ni de vacas, que no tiene departamento en Buenos  Aires, que no maneja un coche último modelo. También es el único médico del pueblo que no conoce Cancún o Miami.
- Yo voy a todos lados con el aparato para la presión -me dijo la última vez que lo visité- ellos van con la máquina calculadora en el bolsillo.

Pero papá sí era el único de todos ellos que hacía guardias nocturnas en la sala de emergencias del hospital público. Gratis, porque era su vocación o porque se aburría en la casa. Tenía 80 años y su libro de cabecera era Memorias de un médico rural, del cardiólogo René Favaloro. Papá continuó haciendo cursos de especialización y actualización junto con médicos de 30 y 40 años. En los últimos años, la crisis golpeaba fuerte a la gente del campo. Hombres de manos duras, que trabajan desde el amanecer hasta que caía la tarde, le pagaban con un lechón, dos gallinas, tres kilos de chorizos. Después, ni eso. Le estrechaban la mano áspera, nomás. Algunos metían los dedos en el bolsillo, como si guardaran un caimán, y preguntaban cuánto le debían. Él sospechaba que el bolsillo estaba vacío -que ni caimán había- y respondía invariablemente:
- Nada. No hay honorarios.

Ese no hay honorarios lo hizo famoso. Una maestra de escuela acostumbraba a saludarlo así:
- Buen día, doctor "no hay honorarios".
La sala de espera de su consultorio estaba siempre repleta. Y su consultorio estaba lleno de fotos enmarcadas de niños, con dedicatorias de mamás agradecidas. Niños que ya usaban bigotes y eran papás. Había, incluso, algunos que eran jóvenes abuelos. Cuando anunció su jubilación, un periódico local le hizo una entrevista tipo ping-pong. Pregunta ping, respuesta pong. El reportero le preguntó cuáles eran sus virtudes y defectos, qué comidas prefería, cuáles eran sus pasatiempos y cosas por el estilo. Casi al final de la entrevista, el reportero le pidió que mencionara una ciudad del mundo.
- Me muero por conocer París -respondió papá. Y menos de un año después, en noviembre de 2002, papá conoció París. Antes de subirse al avión, me llamó por teléfono. Creo que en México eran las cuatro de la mañana. Lo disculpé, por supuesto; a 10 mil kilómetros de distancia, el entusiasmo era contagioso. Su voz no era la de un señor de 82 años. Por el aparato se escuchaba al revés: de 28.
- Es como una historia de hadas -me dijo- a la vuelta te cuento.
Y a la vuelta me contó. Quizá por el cambio de horario, llamó a las dos o tres de la tarde de México. Una hora sensata, por fin. Me dijo que representantes de tres o cuatro generaciones de hadas -madres en total de quizá 500, 700 o mil hijos e hijas, no sé- se organizaron en secreto. Salieron a recorrer la ciudad durante la mañana, la tarde y la noche, calle por calle, casa por casa, con sol o con lluvia. Tocaban timbre y hablaban. Había varios estilos. Algunas parecían vendedoras puerta a puerta, promotoras de relaciones públicas, especialistas en marketing. Otras, beatas misioneras evangélicas. Unas pocas eran como fanáticas de una secta apocalíptica. Y algunas como hadas buenas que se transformaban en brujas malas. Durante meses, las señoras caminaron el pueblo, golpe a golpe y verso a verso. Inclusive, después de la crisis del "corralito" y el "cacerolazo". Pedían 10 pesos, cinco, uno. Hubo quienes dieron 100, 200 y 300. Al final, el 22 de octubre de 2002, le entregaron dos pasajes, estadía paga durante una semana en un hotel tres estrellas -con desayuno incluido- y boletos para tres excursiones en la ciudad. Las "hadas" también le entregaron una breve carta:

"Lo mejor que se le puede desear a una persona es que se le cumplan sus sueños. Si bien el momento no era el adecuado, estábamos convencidas que de alguna manera debíamos retribuirle todos sus esfuerzos, sus «no hay honorarios». Lo hicimos entre todos. Lo hicimos entre muchos. Lo hicimos con el corazón. Cuando nos unimos, sabemos y sentimos que se puede. Aquí está el regalo de un pueblo agradecido: «El París de sus sueños». ¡Feliz viaje! ¡Se lo merece!".

- ¡París es mil veces más lindo de lo que me imaginaba! -me dijo por teléfono. Y al regreso, él les entregó a ellas, una por una y en la mano, su agradecimiento por escrito. En uno de los párrafos informa:

"Estuve en la Torre Eiffel, el Arco del Triunfo, la Tumba del Soldado Desconocido, el Louvre, la Catedral de Nôtre Dame, el Sena, la Ópera y el Metro. Como hubiera dicho Alvear, «bebí París hasta embriagarme». El Lido y el Moulin Rouge los vi en fotos; no me interesaban".

Dudo que cualquiera de los médicos jóvenes y no tan jóvenes de Las Flores -terratenientes, casatenientes y cuentahabientes- llegue a los 82 años. Al menos en esa forma, envueltos en agradecimiento y afecto. Y estoy seguro que nunca les pagarán ni un viaje en taxi alrededor de la plaza del pueblo.

Bueno, como dije al principio, hace una semana me contó que ahora va a estudiar periodismo mediante el sistema llamado "a distancia". ¿Y saben dónde se inscribió? ¡En la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad de La Plata! ¡Donde estudié yo, cuando se llamaba Escuela Superior de Periodismo! Creo que esto no se lo puedo perdonar. Aunque si lo pienso un poco, ¿por qué no? ¿Qué voy a hacer? ¿Poner expresión de estreñimiento? No, señor. Al final, en este mundo patas para arriba donde todo es al revés, él se parece a mi. Por suerte, heredó mis pocas virtudes. Y la verdad es que me salió bueno: sólo me ha dado una satisfacción tras otra. Por supuesto, le advertí:
- Te vas a morir de hambre -Y hablé por experiencia. Todavía no se lo he dicho, pero cuando yo cumpla 82 años voy a estudiar enfermería. Medicina no, porque nunca me gustó. Para entonces, él tendrá 110 años. Espero que para esa época no me llame por teléfono a las cinco de la mañana para anunciarme que se viene a trabajar a México. O que inscribió en un curso de buceo o esquí acuático.

ROBERTO BARDINI
Colaboración Movimiento Bambú