Esta es una
historia real en forma de cuento.Tengo 54 años. Y cuando sea grande voy a estudiar
enfermería. Mejor empiezo por el principio. Desde hace 26 años -casi la mitad de mi
vida- resido en México. El sábado 11 de enero el teléfono me despertó a
las seis de la mañana. Era mi papá, desde Argentina. En México son tres horas menos de
diferencia. Allá eran las nueve de la mañana. Claro, él consideró que era una buena
hora para llamar.
- Tito, vamos a ser colegas -me dijo- voy a estudiar periodismo.
Papá tiene 82 años y es médico. Era, mejor
dicho: a principios de 2002 se jubiló, después de más de medio siglo de ejercer la
quinta profesión más vieja del mundo. Vive en Las Flores, una ciudad agrícola-ganadera
de la provincia de Buenos Aires, y perdió la cuenta de los bebés que trajo al mundo.
Tres, cuatro o cinco generaciones de mujeres se atendieron con él. Ingresó a la Facultad
de Medicina a los 16 años y egresó a los 21. Se especializó en ginecología,
escribió un libro sobre técnicas quirúrgicas y en 1959 ganó el premio "Enrique Finochietto". Los hermanos Enrique y Ricardo Finochietto
fueron dos de los más destacados cirujanos de Argentina, maestros de generaciones. Uno de
los momentos más emocionantes en la vida de papá fue cuando le obsequió un ejemplar de
su libro premiado al otro, a Ricardo, quien lo recordaba como uno de sus mejores alumnos
(¡en 1941, dieciocho años antes!) y lo estrechó en un abrazo. Mi viejo tenía entonces
38 años y don Ricardo le dijo:
- Te felicito, pibe, eras uno de los más traga libros.
En 1996 fue honrado como Ciudadano Distinguido de Las Flores y obtuvo el Diploma de Honor de la Asociación Médica Argentina.
Cuando se jubiló, tenía 81 años. Al mes, comenzó a estudiar computación. Esa vez
también me llamó por teléfono. Creo que en México eran las cinco de la mañana.
- Me aburrí de estar en casa con las perras -me dijo.
Papá tiene siete perras de diferentes tamaños, formas y colores, mestizas de
razas indescriptibles, todas recogidas en la calle. Con su segunda esposa y un grupo de
amigos, a fines de los años 80 fundaron una asociación protectora de perros callejeros.
Construyeron un albergue, donde los vacunan, desparasitan, alimentan y mantienen limpios.
El promedio de huéspedes es de cien. Si un niño, un adulto o una familia de Las Flores
quiere tener un perro, va a ese albergue: ahí encontrará el ejemplar que quiera.
Saludable, cariñoso, de pelo brillante, muevecola. No intenten descifrar el pedigree o
adivinar la raza. Nunca lo lograrán. Son cien enigmas. Pero en Las Flores no hay perros
deambulando con tristeza por el asfalto. Cuando yo era chico, me encantaban los perros.
Los pastores alemanes, en especial, a los que en Argentina se les llama "perros de
policía". Me gustaban porque veía una serie de televisión: Rin
Tin Tin. Con el tiempo me enteré que un californiano llamado Duncan
Lee había encontrado al primer Rinti en Francia, durante la Primera Guerra
Mundial. Lo llevó a Estados Unidos y se hizo millonario con varias generaciones de
Rintintines. La cuestión es que yo quería tener un pastor alemán. Y papá nunca me lo
permitió. Él le tenía fobia a los perros. Hoy, desde luego, lo perdono. A los 54 años,
tengo una pastora alemana de cinco meses. Pesa 16 kilos y se llama Nikita, como la
muchacha callejera de la película de Luc Besson.
Algo parecido sucedió cuando le dije que
quería ser periodista.
- Te vas a morir de hambre, Tito -me dijo. Él quería
que estudiara medicina. Pero yo lo veía a él, atendiendo partos o urgencias, a las dos,
tres o cuatro de la mañana, sin sábados ni domingos libres, y no quise ser médico.
Durante las 24 horas del 23 de diciembre de 1960 atendió siete partos: cinco en forma
natural y dos como cesárea. A él le encantaba; yo, me deprimía. Así que intenté
abogacía y abandoné. Probé con sociología y también dejé. Perdí un año en el
servicio militar. Al salir, perdí medio año dudando entre ser hippie, playboy o
peronista. En los últimos seis meses, sin decirle nada, comencé a trabajar de reportero
en un semanario sensacionalista de Buenos Aires. Cuando se enteró, me dijo:
- Está bien, estudiá periodismo -e insistió- al menos, te vas a morir de hambre con un título
Él era hijo de un oficial principal (módico
grado equivalente a capitán) de la policía de Buenos Aires, cuando aún no se llamaba Policía Federal. Mi abuelo Tomás -al que no conocí, porque
murió en 1937- era, además, dramaturgo. Fue autor de nueve obras de teatro, de las
cuales se representaron cinco. También era miembro de la Sociedad
de Autores de Argentina (Argentores) y director de la revista quincenal Apolo, dedicada a las artes, letras
y crítica teatral. Parece que los policías de antes eran un poco distintos a los
de ahora. Papá me contó que mi abuelo escribía de noche, en la comisaría.
- Quizá heredaste algo de él -se resignó. Durante
todo el tiempo que estudié periodismo, la expresión de su cara era una mezcla de quien
padece estreñimiento y diarrea a la vez. También era la expresión de alguien que sufre
jaqueca, dolor de muelas y callos en los pies. Pero él toleró que yo estudiara
periodismo y yo aguanté su cara de profundo malestar. Comencé a sospechar que también
le tenía fobia a los periodistas.
Pasaron los años. Creo que la cantidad de notas, artículos, editoriales,
entrevistas y reportajes de investigación que he publicado en 26 años equivalen, por lo
menos, a la mitad de los partos que él atendió. También publiqué ocho libros: digamos,
con un poco de flexibilidad, que fueron modestas cesáreas. Lo curioso es que ahora él
relee esos libros, los comenta y los presta. Saca fotocopias de mis artículos y los
reparte entre sus amigos y amigas, que son muchos y muchas. La vida tiene esas vueltas.
Antes, los padres se sentían orgullosos de m'hijo, el dotor.
Él, parece que está orgulloso de mi hijo, el periodista.
Por eso también le perdono la guerra de nervios que me hizo cuando yo quería ser
periodista.
En Las Flores ahora hay una gran cantidad de
médicos jóvenes y no tan jóvenes. Papá es el único de ellos que no es dueño de campo
ni de vacas, que no tiene departamento en Buenos Aires, que no maneja un coche
último modelo. También es el único médico del pueblo que no conoce Cancún o Miami.
- Yo voy a todos lados con el aparato para la presión
-me dijo la última vez que lo visité- ellos van con la máquina
calculadora en el bolsillo.
Pero papá sí era el único de todos ellos que
hacía guardias nocturnas en la sala de emergencias del hospital público. Gratis, porque
era su vocación o porque se aburría en la casa. Tenía 80 años y su libro de cabecera
era Memorias de un médico rural, del
cardiólogo René Favaloro. Papá continuó
haciendo cursos de especialización y actualización junto con médicos de 30 y 40 años.
En los últimos años, la crisis golpeaba fuerte a la gente del campo. Hombres de manos
duras, que trabajan desde el amanecer hasta que caía la tarde, le pagaban con un lechón,
dos gallinas, tres kilos de chorizos. Después, ni eso. Le estrechaban la mano áspera,
nomás. Algunos metían los dedos en el bolsillo, como si guardaran un caimán, y
preguntaban cuánto le debían. Él sospechaba que el bolsillo estaba vacío -que ni
caimán había- y respondía invariablemente:
- Nada. No hay honorarios.
Ese no hay honorarios
lo hizo famoso. Una maestra de escuela acostumbraba a saludarlo así:
- Buen día, doctor "no hay honorarios".
La sala de espera de su consultorio estaba siempre repleta. Y su consultorio estaba
lleno de fotos enmarcadas de niños, con dedicatorias de mamás agradecidas. Niños que ya
usaban bigotes y eran papás. Había, incluso, algunos que eran jóvenes abuelos. Cuando
anunció su jubilación, un periódico local le hizo una entrevista tipo ping-pong.
Pregunta ping, respuesta pong. El reportero le preguntó cuáles eran sus virtudes y
defectos, qué comidas prefería, cuáles eran sus pasatiempos y cosas por el estilo. Casi
al final de la entrevista, el reportero le pidió que mencionara una ciudad del mundo.
- Me muero por conocer París -respondió papá. Y
menos de un año después, en noviembre de 2002, papá conoció París. Antes de subirse
al avión, me llamó por teléfono. Creo que en México eran las cuatro de la mañana. Lo
disculpé, por supuesto; a 10 mil kilómetros de distancia, el entusiasmo era contagioso.
Su voz no era la de un señor de 82 años. Por el aparato se escuchaba al revés: de 28.
- Es como una historia de hadas -me dijo- a la vuelta te cuento.
Y a la vuelta me contó. Quizá por el cambio de horario, llamó a las dos o tres
de la tarde de México. Una hora sensata, por fin. Me dijo que representantes de tres o
cuatro generaciones de hadas -madres en total de quizá 500,
700 o mil hijos e hijas, no sé- se organizaron en secreto. Salieron a recorrer la ciudad
durante la mañana, la tarde y la noche, calle por calle, casa por casa, con sol o con
lluvia. Tocaban timbre y hablaban. Había varios estilos. Algunas parecían vendedoras
puerta a puerta, promotoras de relaciones públicas, especialistas en marketing. Otras,
beatas misioneras evangélicas. Unas pocas eran como fanáticas de una secta
apocalíptica. Y algunas como hadas buenas que se transformaban en brujas malas. Durante
meses, las señoras caminaron el pueblo, golpe a golpe y verso a verso. Inclusive,
después de la crisis del "corralito" y el "cacerolazo". Pedían 10
pesos, cinco, uno. Hubo quienes dieron 100, 200 y 300. Al final, el 22 de octubre de 2002,
le entregaron dos pasajes, estadía paga durante una semana en un hotel tres estrellas
-con desayuno incluido- y boletos para tres excursiones en la ciudad. Las
"hadas" también le entregaron una breve carta:
"Lo mejor que se le
puede desear a una persona es que se le cumplan sus sueños. Si bien el momento no era el
adecuado, estábamos convencidas que de alguna manera debíamos retribuirle todos sus
esfuerzos, sus «no hay honorarios». Lo hicimos entre todos. Lo hicimos entre muchos. Lo
hicimos con el corazón. Cuando nos unimos, sabemos y sentimos que se puede. Aquí está
el regalo de un pueblo agradecido: «El París de sus sueños». ¡Feliz viaje! ¡Se lo
merece!".
- ¡París es mil veces
más lindo de lo que me imaginaba! -me dijo por teléfono. Y al regreso, él les
entregó a ellas, una por una y en la mano, su agradecimiento por escrito. En uno de los
párrafos informa:
"Estuve en la Torre
Eiffel, el Arco del Triunfo, la Tumba del Soldado Desconocido, el Louvre, la Catedral de
Nôtre Dame, el Sena, la Ópera y el Metro. Como hubiera dicho Alvear, «bebí París
hasta embriagarme». El Lido y el Moulin Rouge los vi en fotos; no me interesaban".
Dudo que cualquiera de los médicos jóvenes y
no tan jóvenes de Las Flores -terratenientes, casatenientes y cuentahabientes- llegue a
los 82 años. Al menos en esa forma, envueltos en agradecimiento y afecto. Y estoy seguro
que nunca les pagarán ni un viaje en taxi alrededor de la plaza del pueblo.
Bueno, como dije al principio, hace una semana
me contó que ahora va a estudiar periodismo mediante el sistema llamado "a
distancia". ¿Y saben dónde se inscribió? ¡En la Facultad
de Ciencias de la Información de la Universidad de La Plata! ¡Donde
estudié yo, cuando se llamaba Escuela Superior de
Periodismo! Creo que esto no se lo puedo perdonar. Aunque si lo pienso un
poco, ¿por qué no? ¿Qué voy a hacer? ¿Poner expresión de estreñimiento? No, señor.
Al final, en este mundo patas para arriba donde todo es al revés, él se parece a mi. Por
suerte, heredó mis pocas virtudes. Y la verdad es que me salió bueno: sólo me ha dado
una satisfacción tras otra. Por supuesto, le advertí:
- Te vas a morir de hambre -Y hablé por experiencia.
Todavía no se lo he dicho, pero cuando yo cumpla 82 años voy a estudiar enfermería.
Medicina no, porque nunca me gustó. Para entonces, él tendrá 110 años. Espero que para
esa época no me llame por teléfono a las cinco de la mañana para anunciarme que se
viene a trabajar a México. O que inscribió en un curso de buceo o esquí acuático. |