ANTERIOR | EL CUENTOMETRO DE MORT CINDER |
SIGUIENTE |
374 • NARCISO |
Miércoles, 4 de diciembre de 2002 |
Al índice |
Si salía, encerraba a los gatos. Los
buscaba, debajo de los muebles, en la ondulación de los cortinajes, detrás de los
libros, y los llevaba en brazos, uno a uno, a su dormitorio, Allí se acomodaban sobre el
sofá de felpa raída, hasta su regreso. Eran cuatro, cinco, seis, según los años,
según se deshiciera de las crías, pero todos semejantes, grises y rayados y de un negro
negrísimo. Serafín no los dejaba en la salita que completaba, con un baño minúsculo, su exiguo departamento, en aquella vieja casa convertida, tras mil zurcidos y parches, en inquilinato mezquino, por temor de que la gatería trepase a la cómoda encima de la cual el espejo ensanchaba su soberbia. Aquel heredado espejo constituía el solo lujo del
ocupante. Era muy grande, con el marco dorado, enrulado, isabelino, Frente a él, cuando
regresaba de la oficina, transcurría la mayor parte del tiempo de Serafín. Se sentaba a
cierta distancia de la cómoda y contemplaba largamente, siempre en la misma actitud, la
imagen que el marco ilustre le ofrecía: la de un muchacho de expresión misteriosa e
innegable hermosura, que desde allí, la mano izquierda abierta como una flor en la
solapa, lo miraba a él, fijos los ojos del uno en el otro. Entonces los gatos cruzaban el
vano del dormitorio y lo rodeaban en silencio. Sabían que para permanecer en la sala
debían hacerse olvidar, que no debían perturbar el examen meditabundo del solitario, y,
aterciopelados, fantasmales, se echaban en torno del contemplador. Los gatos, entretanto, vagaban como sombras. Una noche, mientras Serafín cumplía su vigilante tarea frente a la quieta figura, uno lanzó un maullido loco y saltó sobre la cómoda. Serafín lo apartó violentamente, y los felinos no reanudaron la tentativa, pero cualquiera que no fuese él, cualquiera que no estuviese ensimismado en la contemplación absorbente, hubiese advertido en la nerviosidad gatuna, en el llamear de sus pupilas, un contenido deseo, que mantenía trémulos, electrizados, a los acompañantes de su abandono. Serafín se sintió mal, muy mal, una tarde. Cuando
regresó del trabajo, renunció por primera vez, desde que allí vivía, al goce secreto
que el espejo le acordaba con invariable fidelidad, y se estiró en la cama. No había
llevado comida, ni para los gatos ni para él. Con suaves maullidos, desconcertados por la
traición a la costumbre, los gatos cercaron su lecho. El hambre los tornó audaces a
medida que pasaban las horas, y valiéndose de dientes y uñas, tironearon de la colcha,
pero su dueño inmóvil los dejó hacer. Llego así la mañana avanzó la tarde, sin que
variara la posición del yaciente, hasta que el reclamo voraz trastornó a los cautivos.
Como si para ello se hubiesen concertado, irrumpieron en la salita, maulando
desconsoladamente. Luego los gatos volvieron al dormitorio, donde el hombre horrible, el deforme, el Narciso desesperado, conservaba la mano izquierda abierta como una flor sobre la solapa y empezaron a destrozarle la ropa. |
|
MANUEL
MUJICA LAINEZ |