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Viernes, 15 de noviembre de 2002 |
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Mi padre era muy malo al volante. No le
gustaba que se lo dijera y no sé si ahora, en la serenidad del sepulcro, sabrá
aceptarlo. En la ruta ponía las ruedas tan cerca de los bordes del pavimento que un día,
indefectiblemente, tenía que volcar. Sucedió una tarde de 1963 cuando iba de Buenos Aires a Tandil en un Renault Gordini que fue el único coche que pudo tener en su vida. Lo había comprado a crédito y lo cuidaba tanto que estaba siempre reluciente y del motor salían arrullos de palomas. Me lo prestaba para que fuera al bosque con mi novia y creo que nunca se lo agradecí. A esa edad creemos que el mundo solo tiene obligaciones con nosotros. Y yo presumía de manejar bien, de entender de motores, cajas, distribuidores y diferenciales porque había pasado por el Industrial de Neuquén. Antes de que me fuera al servicio militar me preguntó que haría al regresar. Ni él ni yo servíamos para tener un buen empleo y le preocupaba que la plata que yo traía viniera del fútbol, que consideraba vulgar. A mi padre le gustaba la ópera aunque creo que nunca conoció el Teatro Colón. Venía de una lejana juventud antifascista que en 1930 le había tirado piedras a los esbirros del dictador Uriburu, y conservaba un costado romántico. Cuando le dije que quería seguir jugando al fútbol, lo tomó como un mal chiste. Me aconsejó que en la conscripción hiciera valer mi diploma de experto en motores para pasarla mejor. Siempre se equivocaba: fue como centro-delantero que evité las humillaciones en el regimiento. Cualquiera arregla un motor pero poca gente sabe acercarse al arco. La ambición de mi padre era que yo conociera bien los motores viejos para después inventar otros nuevos. Igual que Roberto Arlt, siempre andaba dibujando planos y haciendo cálculos. Una tarde en que me prestó el Gordini para ir al bosque me anunció que al día siguiente, aprovechando sus vacaciones, lo íbamos a desarmar por completo para poder armarlo de nuevo. Yo no le hice caso pero el se tomó el asunto en serio. En
el fondo de la casa tenía un taller lleno de extrañas herramientas que iba comprando a
medida que lo visitaban los viajantes de Buenos Aires. Como no podía pagarlas, los tipos
entraban de prepo al taller, se llevaban las que tenía a medio pagar y de paso le dejaban
otras nuevas para tenerlo siempre endeudado. Había algunas muy estrambóticas, llenas de
engranajes, sinfines, manómetros y relojes, que nadie sabía para que servían. Se reía con Buster Keaton y leía La Prensa, que le prestaba un vecino. Tal vez había envejecido antes de tiempo o quizá se enamoró de una mujer intocable en uno de esos pueblos perdidos por donde nos había arrastrado. Nunca lo sabré. Mi madre ha perdido la memoria y apenas si recuerda el día en que lo conoció, ya de grande, en las barrancas de Mar del Plata. Me miró y dijo: "Vamos a desarmar el coche. Después, cuando lo volvamos a armar, no nos tiene que sobrar ni una arandela, así aprendés". Era un día feriado, sin fútbol ni cine. Hacía un calor terrible y a mediodía el cura del barrio se presentó a comer gratis y a ver televisión. Pero antes de que llegara el cura mi padre me pidió que eligiera por donde empezar. Parecía un cirujano en calzoncillos. Sudaba a mares por la piel de un blanco lechoso que yo detestaba. Al agacharse para aflojar las ruedas del Gordini se le abría el calzoncillo y las bolsas rugosas bajaban hasta el suelo grasiento. Puso tacos de madera bajo los ejes y empezó a sacar tornillos y tuercas, bujes y rulemanes, grampas y resortes. A mí me daba bronca porque creía que nunca más iba a poder llevar a mi novia al otro lado del río y entre los árboles. Igual ataqué el motor con una caja de llaves inglesas,
francesas y suecas. A mediodía, cuando el cura asomó la cabeza en el taller, ya
teníamos medio coche desarmado. Los dos estábamos negros de aceite y habíamos perdido
por completo el control de la operación. Mi padre había desmontado todo el tren
delantero, la tapa del baúl, el parabrisas, y asomaba la cabeza por abajo del tablero de
instrumentos. Atrás, yo había sacado válvulas y culatas y trataba de arrancar el
maldito cigüeñal. De vez en cuando mi viejo gritaba "jCarajo, qué mal trabajan los
franceses!" y arrojaba el velocímetro sobre la mesa mientras arrancaba con furia el
cable del cebador. El cura nos miraba perplejo con un vaso de vino en una mano y la
botella en la otra y de pronto le preguntó a mi padre cuántas cuotas llevaba pagadas.
Ahí se hizo un silencio y el otro casi se pierde los tallarines gratis: Le pusimos aceite nuevo, agua fresca, grasa de aviación y
un bidón de nafta de noventa octanos. Hacía tiempo que mi padre había perdido los
calzoncillos y se cubría las verguenzas con los restos de un mantel. Mi novia me había
abandonado por los rumores que corrían en la cuadra y mi madre tuvo que lavarnos a los
dos con una estopa embebida en querosene. En el suelo brillaba, redonda y solitaria, una
inquietante arandela de bronce, pero igual el coche arrancó al primer impulso de llave.
Mi padre estaba convencido de haberme dado una lección para toda la vida. Adujo que la
arandela se había caído de una caja de herramientas y la pateo con desdén mientras se
paseaba alrededor del Gordini, orgulloso como una gallo de riña. Después me guiñó un
ojo, subió al coche y arrancó hacia la ruta. A la noche lo encontré en el hospital de
Cañuelas, con un hombro enyesado y moretones por todas partes. |
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OSVALDO
SORIANO |