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283 • IDILIO PASTORIL |
Jueves, 15 de agosto de 2002 |
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Mediodía. En el trigal de la hoyada, junto al cerco, Faustina Renfiges, la pajarera, comía extrayendo de su ollita, con una cuchara de palo, su ración de locro. Al otro lado del cerco, entre inmensos pedrones grises, murmuraba el arroyo de donde la chinita había traído en una escudilla el agua para cocinar. Follajes de arcas y de algarrobos tamizaban, en aquel sitio, la luz dorada y tibia del sol de diciembre. Todos los días, desde que el trigo comenzó a madurar y ella a rondar, almorzaba allí solita la pajarera. Esta vez, mientras masticaba, calmosa, su maíz sazonado con charqui, estaba recordando un percance que a esa misma hora le sucediera pocos días antes. Y fue que el Tomasito Chocobar, dejando en el cerro de enfrente las cabras que cuidaba, había caído sobre ella como el cernícalo cuando asalta de improviso a la paloma en la soledad de un soto. Pero ella se defendió del atrevimiento con recios mojicones y en lucha cuerpo a cuerpo derrotó a su agresor y lo despachó mohíno y con viento fresco, haciéndole zumbar, además, unos cuantos hondazos por la cabeza. Y ahora sonreía la Faustina, contenta de su triunfo sobre aquel rapaz que presumía de irresistible entre las pastorcitas de Tacuil. Cierto que era simpático el muy atrevido y que ella quizá, después de todo, no lo quería mal; pero no le gustaban los mozos consentidos que andan a pesca de amoríos, inconstantes y lindos como el colibrí. Acabado el almuerzo, requirió el vellón y la rueca, colgóse al cuello la honda, y, paso a paso, mientras hilaba, comenzó a caminar por la senda que sus ojotas, a fuerza de rondar, habían trillado por junto a los cercos, en todo el contorno del vasto sembradío. De los saucedales próximos al arroyo y de los viejos algarrobos que sombreaban aquí y allá la sementera, descolgábanse a picotear el trigo ávidas bandadas de palomas, tordos y jilgueros. La pajarera emitía entonces, para ahuyentarlos, gritos largos, agudos, como de alimaña salvaje, o agitaba en alto su blanco chambergo ovejuno, o lanzaba con su honda certeras pedradas. El día entero, del alba al crepúsculo, pasábalo así, en la simple y celosa brega. Parecía vagando desgarbada entre los trigos amarillentos, con su camisa blanca, su ancha pollera azul y su gran chambergo, un espantajo que por brujería se hubiera echado a andar. Los pájaros, avizores ya, la presentían, y como chicuelos burlones que eluden el castigo, dispersábanse al oír desde lejos sus pasos, dejando en la tierra soleada tendales de grávidas y rotas espigas. Sobrábale tiempo a la chinita, en tantas y tan largas horas tediosas, para hilar el vellón traído de su casa; y así, mientras vigilaba, sostenían sus manos con maquinal destreza la rueca que giraba al aire, la puiscana infatigable de los pastores calchaquíes. Era el tiempo en que brotan en los ásperos cerros de piedra el amancay blanco y el amancay amarillo, cuando la abeja salvaje zumba en torno a los bravos cardones por libar la miel espesa de las pasacanas; el tiempo de la azucena blanca y de la azucena roja, que salpican los pardos eriales con manchas de sangre y de nieve; cuando el eterno viento de la cordillera se vuelve tibio y manso, se humedece y se carga con fuertes aromas de menta y de jarilla. Y aquel sol fecundante que distendía las corolas en los cerros desiertos y sazonaba las espigas en el valle fértil, movía también el corazón, caldeaba la sangre de la humilde pajarera y ponía en sus grandes ojos oscuros el azoramiento de los primeros amores. Sorda gestación del instinto, indefinida inquietud, imperiosa como la madurez de la flor. La Faustina Renfiges amaba. ¿A quién o a qué? Amaba quizá su linda honda de lana delgada y overa, cuyos ramales gemelos caían rozándole los mórbidos senos mientras ella caminaba distraída. Tal vez amaba el intenso azul del cielo, bruscamente cortado allá en la altura por el filo del cerro inmediato. Amaba tal vez el destello fugaz del kenti, cuando aletea un punto sobre la retama florida y se pierde como aventada chispa en el aire vibrante de reflejos verdosos. Habíase detenido medio agobiada por el bochorno en una gruta de follajes junto al cerco, a la sombra de unas arcas. En aquel sitio escondido y fresco sobresalía dos palmos del suelo una maciza mole de granito gris que mostraba, por la depresión labrada en su centro, haber servido de maray, en tiempos remotos, a los antiguos pobladores del valle. Séntose al borde de la piedra sintiendo en los pies desnudos el cosquilleo de las gramillas temblorosas, y al levantar los ojos cansados de ensueños y de sol, vio con sorpresa, delante de ella, la figura desharrapada y resuelta de Tomasito Chocobar. Silencioso como una aparición, el muchacho fuése acercando hasta quedar sentado sobre los talones a los pies de la huraña chinita. Quitóse luego el rotoso chambergo, suspiró como fatigado de haber andado mucho y, sin decir palabra, clavó sonriendo sus pupilas vivaces en los hermosos ojos de su enemiga. Largo rato estuvieron así, contemplándose frente a frente. No se miran de otro modo, fascinadas por el instinto, dos vicuñas jóvenes que se encuentran al ocaso en una vega solitaria de los Andes. Pero la sonrisa del pastor se fue cambiando en leve mueca de amargura y con la humedad cristalina del llanto, sus pupilas titilaron radiantes como estrellas. Ante aquella queja muda, sintiéndose invadida por extraña laxitud,
ella preguntó dulcemente: El pastor, con voz entrecortada, casi en secreto, como temiendo que sus palabras llegasen a oídos ajenos, le declaró su amor y le confesó que lloraba de pena, que lloraba porque ella le había vencido en la lucha, y porque ella, siendo una mujer, lo había corrido con su honda, como se espanta al zorro dañino que acecha la majada. Entonces, la Faustina Renfiges, enternecida, se arrellanó en su duro
asiento, dió un gran suspiro de alivio y desperezóse largamente: Y se tendió de espaldas en el cóncavo lecho de piedra... |
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JUAN
CARLOS DAVALOS |