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255 • LOS DEGOLLADORES |
Lunes, 8 de julio de 2002 |
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Durante un largo rato me entretuve, ajeno a todo, observando el trabajo de unos hombres que están degollando el ceibal. Conozco al Portugués y al otro medio barbudo... Al Portugués porque todos lo conocen en el arroyo y años después supo morir a manos de Pascasio; al barbudo, porque antes lo he visto zanjear en montes de los Morro. Los otros dos son nuevos en estas islas: gente de paso. Ellos también me han visto. Espero a la Gringa, y me doy cuenta con desasosiego de que ellos lo sospechan, lo adivinan o sencillamente lo saben. No sería raro que me hayan visto con la Gringa en alguna otra ocasión. Me alejo entonces hacia la costa, y desde allí oigo el chasquido de los machetes dando contra la blanda, casi femenina, madera del ceibo. Para echar abajo un ceibo no es necesario cortarlo. Se lo "degüella", no más, arrancándole una franja de corteza en todo el perímetro del tronco. Al poco tiempo el ceibo se pudre y se viene abajo solo, de a poco, a pedazos. Si uno lo piensa. el procedimiento. aunque rápido y eficaz para limpiar un lote destinado a plantación, es muy cruel. Mucho más cruel que cortar lisa y llanamente el tronco. Esto sería un asesinato. Pero lo otro es una especie de sofocación despaciosa; es condenar al árbol herido a una muerte más lenta y dolorosa, como si con degollarlo, se le contagiara también una lepra. No quiero pensar en esto. No quiero pensar en nada mientras espero a la gringa. Trato de refugiar mi vista y mis pensamientos en el fulgor del río. Algunos reverberos me dan en los ojos. El sol -aún por encima de los árboles de la otra orilla- se halla en la mitad de su camino hacia el poniente. Es una hora dulce y gloriosa, como de sábado, buena para soñar con el amor de la Gringa y no para entreverarse en el odioso trabajo de degollar unos ceibos. El impacto de los machetes, uno tras otro, no me quiere dejar. Doy unos pasos más, siempre por la costa, pero no debo alejarme del lugar convenido. Ahora el ruido de los machetes parece que viniera desde la otra banda, y esa confusión o error de mis oídos me divierte. No es probable que la Gringa me falle. Hay una sola nube grande en el cielo, y la tarde, si no fuera por los degolladores, caería totalmente serena. Terminan con un árbol y van a empezar con otro. Pienso que el eco del último machetazo me ha llegado con una breve tardanza, o sea que cuando el hombre ya había dejado de golpear, yo todavía lo escuchaba. Pero este raro pensamiento me hace acordar de los degolladores, y entonces entrecierro los ojos hasta ver como a través de una espuma brillante, deshecha la luz del sol en un millón de monedas azules. Ahora los machetazos llegan muy claros desde la orilla de enfrente. También oigo desde el mismo lado las voces de los hombres y alguna risa, después de una pausa con los machetes, como si aquellos bárbaros celebrasen un verdadero deguello. Me siento y recuesto la cabeza contra el tronco de un laurel. Calculo que la Gringa tiene que hacer media legua de camino sinuoso para errar los fachinales y venir por el albardón. La veo salir de su casa. Me la imagino rubia como es, asustada, la cabellera suelta, sorteando con dificultad las enredaderas y los troncos caídos y a veces cayéndose entre el malezal. Poco a poco, la Gringa, a medida que corre, salta o se cae, va tomando ese color rosado en la cara y ese brillo en los,ojos. Se va perfumando, y las respiraciones de su pecho se van haciendo más profundas, como cuando la abrazo con toda mi fuerza y el corazón le llega a todas partes, latiendo; su cuerpo vibra, y entonces ella se abandona, abre los brazos y estalla en una risotada de ahogo y placer. Cuando llegue, la Gringa vendrá oliendo a madreselva. Aunque temprano, parece que los hombres hubiesen dejado de trabajar. Pero sus risas y palabras, incomprensibles y puras en medio del silencio, me adormecen e inquietan al mismo tiempo, hasta que después de un rato se pierden y dejo de oírlas....
Un golpe de brisa sacude mi rostro. Había cerrado los ojos. Alguien, muy cerca, ríe. Una mano se apoya en mi hombro y me hace abrir los párpados. La Gringa, junto a mí, sonriente, me besa en los ojos. Le toco desesperadamente las manos, los brazos, las piernas, los muslos y llego a la cintura. La Gringa se agita y chilla gozosa. Sigo buscando inútilmente sangre con mis manos, hasta que por fin la abrazo. Está viva y caliente. Huele a madreselva. |
JUAN JOSE MANAUTA |