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Yolanda: cuando una noche en el cine
pregunté por vos, tu hermano me dijo que te habías muerto de meningitis justo un año
después que...
Nos sentaron juntos en el aula del tercer grado. Nuestro
banco, el primero estaba a la izquierda, debajo de una ventana. La luz redondeaba en rosas
tus mejillas, Yolanda. Gordita, alegre, traviesa, retozona, me hacías rabiar. Sino
hubiera sido porque te quería ¡las veces que te habría tirado de las trenzas! me
revolvías la cartera, me garabateabas el cuaderno, me escondías el compás, me
embadurnabas con tus chocolatines...
Cuando mis padres me preguntaban:
- ¿Cómo te ha ido hoy en la escuela? -yo contestaba:
- Bien -horas después, cuando ya no me preguntaban nada, me
vendía: Yolanda me dijo, le dije a Yolanda, Yolanda aquí Yolanda allá...
- ¿Cómo es Yolanda?
Pensé en tu risa, en tu mirada pícara, en tus manos vivarachas, en trenzas negras, en
las rosas de tus mejillas y disimulé:
- Y... como todas.
Al mes ya no me preguntaban
- ¿Cómo te ha ido hoy en la escuela? -sino- ¿Cómo te ha ido hoy con Yolanda?
Un domingo por la mañana mamá me sorprendió escribiendo tu nombre con tiza sobre las
baldosas del patio. Pasó de largo. Minutos después apareció otra vez. Yo seguía
tumbado en el suelo, dibujando ahora tu perfil. Los pies de mamá se detuvieron junto a mi
cabeza.
- ¡Ah! -oí que decía allá arriba- ¿así
es ella?
Debió de haber ido con el cuento pues a la hora de comer papá me guiñó el ojo:
- Te gusta la Yolanda ésa ¿no?
En el "te gusta" sospeché una malicia oculta y no
abrí la boca.
El lunes me encontré sentado solo: tu sitio, vacío. Eché de menos tu cara de pascua.
¿Estarías enferma? No. Llegaste a la segunda hora, le entregaste una carta a la maestra
y al acercarte a nuestro banco me sacaste la lengua.
Todos estábamos uniformados de blanco pero vos, mosca en leche, venías sin tu delantal.
Algo extraordinario había ocurrido y te presentabas ridículamente paqueta: "paqueta como tana", hubiera dicho mamá. Cosidas en el ruedo
de la falda unas margaritas de encaje mostraban la hilacha.
- ¡Que feo vestido! -te gruñí apenas
te sentaste a mi lado.
- Me lo hizo mamá.
- Es feo.
Por debajo del pupitre me pegaste una patada en el tobillo. Sin dejar de mirar al frente
te di un revés en el muslo. Me lo retrucaste. Entonces, de un manotón, te arranqué una
margarita. La miraste en mi mano, te miraste la falda estropeada y cuando fui a arrancarte
otra me paraste con una sonrisa:
- Una basta, por favor.
- A ver ¿qué pasa ahí? -nos chilló la maestra.
Rápidamente me guardé la margarita en el bolsillo con la intención de devolvértela en
el recreo, pero me olvidé y con ella me fui a casa.
- ¿Y eso qué es? -dijo mamá, porque al sacar del bolsillo
un alambre salió enganchada la margarita.
Tuve que explicar. Papá soltó la carcajada:
- Conque le diste un manotazo a la pollera? ¡Qué bárbaro!
De nuevo presentí malicias y me callé.
A la noche vinieron visitas. Desde mi cuarto las oía conversar. Aunque no prestaba
atención me pareció que hablaban de mí. Y efecto, papá me llamó:
- ¡Dick!
- ¿Qué, papá?
- Vení acá.
Entré en la sala y saludé a los amigos de mis padres: eran matrimonios.
- Contales lo que hiciste hoy en la
escuela.
- ¿Yo? Nada...
- Vean al mosquita muerta... ¿Nada? Contales, contales...
Papá se volvió hasta los señores y les dijo riéndose:
- Este es de los que las matan callando. Ya van a ver.
Y dirigiéndose a mí:
- ¿Tenés ahí el pedazo de pollera que le arrancaste a la gringa?
- No lo tengo más - mentí, avergonzado.
Papá se puso a inventar una escena. Las señoras fingieron reproches:
- ¡Pero qué niño!
Los señores alabaron mi precocidad. Mamá tocó con el codo a papá y entre dientes le
secreteó:
- De tal palo, tal astilla...
Ahora que soy como ellos, sé de qué
hablaban, pero entonces no... vos tampoco lo hubieras sabido, Yolanda.
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