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188 • LA DISCRETA TRINCHERA |
Jueves, 4 de abril de 2002 |
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El auge fue en los ochenta, cuando comenzaron a caerse las
caretas. No pasaron de moda, porque la soledad está de moda, es el espejo de un reproche
social. Los clubes de solas y solos se instalaron como respuesta a concretas necesidades
de comunicación y de contacto, asistiendo y asilando a quienes malviven sólo
pertrechados de mínimos afectivos. En Recoleta, Belgrano, Caballito o Palermo, amparados
por cierto anonimato en la discreta trinchera de la noche, constituyen sus refugios,
proponen intimidad, discriminan y seleccionan. Da el perfil quien navegue entre los 35 y
los 50, preferentemente ario y caucasiano, heterosexual, habilitado intelectualmente para
ciertas conversaciones descafeinadas, esté envuelto en buena ropa, porte un fisico con
buen uso del gimnasio y se declare sin compromiso... pero claro, nada de esto es
condición excluyente. En la espléndida oscuridad del boliche no hay lugar para tímidos: hay que mostrarse, exponerse. El ámbito, semipoblado, es una geografía de carne, el paisaje eventual de una historia que comenzará hoy. En el coto de caza espera un ademán de bienvenida. Hay abundante sobreoferta femenina; el varón es la presa de un juego que invierte los roles y, a veces, confunde o espanta. Ellas poseen un buen lejos, se las ve perfectas como una estatua, animadas, confiables, dispuestas. Algunas integran un comité de protocolo, constituyen el grupo convocante con el rango que da la antigüedad, la posesión de agenda, también por una amiguera vocación celestina. Bajo la luz difusa que perfila la barra, un hombre acecha. Dispara una mirada estudiada, displicente, sin urgencia. Está educadamente aburrido, como veterano en estas lides. La luz dicroica ilumina su mano pulcra, sin anillo, mientras cascabelea el hielo en el vaso. Espera, fuma sin neurosis, observa maníacamente el reloj, como si se tratara de un llamador. Hay una pista diminuta y circular, que no se utiliza hasta bien avanzada la noche. Una música suave, espesa, sin tiempo, protege la charla, habilita la improbable confidencia, modera los tonos y las risas, se acomoda al boliche como telón o decorado. Sobre los sillones de la derecha, un grupo registra las presencias debutantes, se preocupan por memorables ausencias. La pelirroja Eugenia es abogada en las mañanas, habla con afectación profesional, también es experta en el deporte de lanzamiento de canas. Muestra una vitalidad tan importante como su historia y opina sobre ajenas incertidumbres, mientras, de reojo, atiende los movimientos de un cuarentón cordobés, ganador y arquitecto. Por la rotación de su cabeza, para él, esta noche, lo mismo es ocho que ochenta. A la izquierda, en las cercanías de la puerta, medra un hombre de mirada indescifrable: contiene el aire como esperando un milagro, acaso el milagro sea que se decida a salir al ruedo y romper el prejuicio. Ignacio es un teórico de la espera, acredita arrobas de paciencia, se mantiene en silueta, lo decora un atisbo de pancita de señor importante. Lo aborda una morocha de ojos fluorescentes, buenas piernas, nariz personal sin cirugía. A Malú todos la conocen, algunos en el sentido bíblico. Ataca bien, con el beneficio del descaro, con la rapidez de Billy The Kid. Inútil resistirse: se ha dibujado una nueva pareja. En minutos partirán subrepticiamente, serán acompañados, un tramo, por tórridas miradas admirativas y por cierto mohín de envidia. Cuentan que, alguna vez, se formalizaron uniones que superaron lo transitorio. También alguna vez, otros retornaron, por separado, sin culpas, sin comentarios, sin cicatrices. Solo... a contracorriente... con el viento en contra... Juan vacía su tercer whisky... que no será el último. También él es una presencia habitual, mansa, nada molesta, como una sombra. Cuando su segunda mujer le arañó el corazón, su vida plácida se hizo pedazos y fue entonces cuando comprobó que el rasguñón de la soledad era aún más insoportable. Ancló en el club y allí estará... todas las noches... hasta que se baje la tapa del piano. |
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JORGE GÖTTLING |