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Miércoles, 16 de enero de 2002 |
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La canción decía: 'Dont cry for me, Argentina', y tenía razón. No es Argentina la que tiene que llorar por nosotros; somos nosotros los que debemos llorar por Argentina. Resulta simbólico que en los mismos días, en que Europa adopta la moneda única llamada a convertirse (en gran parte ya lo es) en una divisa de referencia mundial, Argentina tenga que abandonar la convertibilidad, devaluar y entrar en un camino monetario y económico incierto, que puede devolverla a las hiperinflaciones de décadas pasadas.Muchos de los que reflexionan sobre lo que está ocurriendo en Argentina, incluyendo innumerables argentinos, piensan que los recientes acontecimientos demuestran el fracaso del 'experimento neoliberal' del último decenio. En Argentina, en realidad, parece haber fracasado todo: liberalismo (neo y paleo), populismo, dictadura, democracia, peronismo, radicalismo, librecambismo, proteccionismo y un largo etcétera. A todos extrañan los continuos fracasos de un país que tiene gran abundancia de recursos energéticos, minerales y agrarios, y una de las poblaciones más educadas de América Latina. No extraña que cunda la desesperanza. Los argentinos están hartos de sus políticos, y les atribuyen gran parte de sus males; pero ocurre que fueron ellos los que los eligieron. Esto es lo terrible de la democracia: las responsabilidades son compartidas. En realidad, lo que está ocurriendo en Argentina era inevitable desde hace años, y culpar de ello al ex ministro de Hacienda Domingo Cavallo, o incluso al ex presidente Fernando de la Rúa, es, simplemente, buscar un chivo expiatorio de alta visibilidad. En especial, Cavallo no tiene mucha más responsabilidad que la de haber aceptado hace ocho meses una misión imposible. Durante este lapso de tiempo ha estado haciendo los más increíbles ejercicios de cuerda floja para salvar una situación insalvable. Es casi un milagro, y una prueba de su habilidad y de su crédito, haber podido mantener tantas pelotas en el aire sobre una cuerda cada vez más floja; pero era demasiado pelotazo, y en algún momento se tenía que venir todo abajo. Otros culpan al Fondo Monetario Internacional por no haber seguido prestando. Pero un banquero internacional no puede dar crédito indefinidamente a un deudor en quiebra técnica (esto estaba en la mente de todos, pero lo ha dicho nada menos que el actual presidente, Eduardo Duhalde), que se niega a llevar a cabo los planes de ajuste requeridos. Y éste ha sido el problema crucial: los planes de ajuste. En realidad, la catástrofe argentina se debe a la falta de voluntad política para imponer los sacrificios necesarios en el momento preciso. La irresponsabilidad está muy distribuida. La situación viene de lejos. Tras décadas de dictaduras, corrupción, aislacionismo económico e hiperinflación, la democracia fue restaurada en 1983, pero el presidente Alfonsín, tan acertado en otras materias, fracasó de manera estrepitosa en lo económico; su Plan Austral fue un señuelo que trataba de ocultar su incapacidad para emprender el plan de ajuste fiscal necesario. Aclamado al tomar posesión, tuvo que huir vergonzantemente antes de acabar su mandato. Para sorpresa de todos, su sucesor peronista, Carlos Menem, con Cavallo en Hacienda, sí fue capaz de estabilizar la moneda creando la famosa Caja de Convertibilidad, que los argentinos llamaban orgullosamente Currency Board. El secreto del equipo Menem-Cavallo estuvo en obtener los créditos necesarios para lograr la paridad peso-dólar y el crédito entre la población para que ésta aceptara los sacrificios que la estabilización entrañaba. Un programa de privatizaciones hábilmente llevado permitió equilibrar el presupuesto y dar permanencia a la convertibilidad. Se había hecho el milagro económico; llegó el momento de realizar el milagro político: una reforma fiscal, que pusiera las cuentas públicas en equilibrio haciendo innecesario más endeudamiento. Pero una reforma fiscal en serio hubiera exigido nuevos sacrificios y una administración eficaz y honesta. Los obstáculos eran demasiado grandes, y resultaba más fácil, y políticamente más rentable, recurrir de nuevo al crédito. Con el éxito del sistema de convertibilidad era fácil lograr más préstamos en el interior y en el exterior. El país crecía e inspiraba confianza. Ocurrió lo de siempre: en tiempos de bonanza parecía que la deuda sería fácilmente rescatable, aunque siguiera creciendo. Pero a partir de 1997, con la crisis brasileña, y, más recientemente, con la caída de la Bolsa de Nueva York y la recesión norteamericana, los créditos eran cada vez más difíciles de lograr. Entretanto, la convertibilidad se había ido haciendo cada vez más ficticia, porque los precios argentinos subieron durante estos años más deprisa que los norteamericanos: la convertibilidad artificial, mantenida con préstamos, lastraba la competitividad argentina. La única manera de evitar la deflación brutal que requería la vuelta al equilibrio eran más préstamos. Éste fue el círculo infernal que heredaron De la Rúa y su poco avenida coalición. Para tomar las medidas radicales que tal situación requería, a De la Rúa le faltó quizá decisión, pero también le faltó mandato. Con su partido en minoría, sus socios de gobierno divididos, la oposición peronista irreductible, el presidente no tenía margen de maniobra. No podía sanear las cuentas públicas, cosa que nadie le pedía, sin provocar una tormenta política de consecuencias incalculables. Quién sabe si lo consideró, pero si lo hizo, seguro que sus consejeros le disuadieron. Recurrió entonces a Cavallo por ver si hacía un milago, pero ni el mago pudo con el problema. Y vino la catástrofe. ¿Qué puede hacerse ahora? La devaluación es inevitable, pero peligrosísima, porque puede dar lugar a una inflación incontrolable; el alza de precios ya ha comenzado. La idea de una tercera moneda, además del dólar y el peso, el argentino, no era mala, porque permitía devaluar de hecho (el argentino hubiera caído inmediatamente) sin desprestigiar el peso. Ahora la presión popular para que se desbloqueen las cuentas bancarias va a ser muy fuerte, pero el desbloqueo tendrá nuevos efectos inflacionistas. El subvencionar los bienes de consumo popular, como quiere hacer el nuevo Gobierno para paliar el descontento, contribuye al déficit fiscal. Nadie tiene ya confianza en el peso, y ésa es la mejor receta para la inflación y la fuga de capitales, dos males endémicos en Argentina. La tentación entonces será controlar el comercio y las transacciones exteriores, el intervencionismo y la autarquía. Pero esto también se probó largamente, con consecuencias bien conocidas: estancamiento económico y más corrupción. La Argentina tienen una larga tradición de buscar ingeniosísimos expedientes arbitristas para ir tirando y evitar enfrentarse al gran reto: equilibrar el presupuesto. Como el actual Gobierno tampoco tiene la fuerza necesaria para emprender reformas serias, recurrirá a esos expedientes: todo indica que Argentina se encamina de nuevo hacia la inflación, el aislamiento y el estancamiento económicos. Tras lo que se recordará como la década dorada del Currency Board, bienvenida al pasado, tierra del Plata. Ojalá me equivoque. | |
GABRIEL TORTELLA Catedrático de Historia Económica en la Universidad de Alcalá. Foto Rickey Rogers / Reuters |