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Estaba en la terraza de un bar
leyendo el periódico a la hora del aperitivo un domingo de otoño y de
pronto le sobrevino la muerte, pero no notó nada, porque en el más allá le
siguió atendiendo el mismo camarero y las noticias del periódico eran
exactamente las mismas. El músico búlgaro continuaba tocando el mismo vals
con el acordeón a cambio de unas monedas, solo que el amigo que le
acompañaba se había quedado en la Tierra y ahora su silla estaba vacía.
Comenzó a sospechar que algo raro le había sucedido a su vida cuando, al
pedir con cierta ansiedad otra cerveza, el camarero le dijo: "calma,
calma, señor, ¿a qué viene tanta prisa?, tenemos toda la eternidad por
delante". Después se le acercó un tipo a ofrecerle un décimo de
lotería cuyo número estaba formado sólo por cinco ceros, pero no le
importó nada haber muerto si en el otro lado había también una terraza
para tomar el aperitivo una mañana de domingo bajo los árboles dorados.
Puesto que se encontraba en el más allá, aquella plazoleta tan agradable,
cubierta de hojas amarillas, no podía ser más que el paraíso, a menos que
se tratara de un espacio reservado donde debía esperar antes de ser
juzgado.
En la terraza había parejas jóvenes con niños y un caballero con aspecto
de general retirado observaba atentamente cómo en el alcorque de una
acacia defecaba su perro. A fin de cuentas permanecer a la espera del
Juicio Final tomando una cerveza con gambas
tampoco era tan penoso. Por si acaso se presentaba un ángel con autoridad
para llevarlo ante un tribunal, este hombre dejó de leer el periódico y
comenzó a revisar su conciencia por ver si en ella encontraba algún rastro
de culpa. Se llevó una sorpresa al comprobar que de su paso por la Tierra
solo recordaba los siete colores del arco iris y la bicicleta
Orbea que de niño le llevaba a la playa.
Le costaba imaginar que había muerto, ya que la luz de hojas amarillas de
aquella terraza era la misma que iluminó los últimos instantes de su vida.
En ese momento alguien se acercó a pedirle fuego y después de prender el
cigarrillo, le preguntó: "¿se sabe ya a qué hora van
a sonar las trompetas?". Cuando el mendigo búlgaro cesó de tocar el
vals con el acordeón, le tendió un cazo de estaño pidiéndole limosna y el
hombre le entregó una moneda acuñada en una fecha que coincidía con el día
de su nacimiento. A su alrededor sucedían estos hechos curiosos, aunque,
en realidad, la única prueba de que estaba muerto era que a su lado había
una silla vacía, pero el hombre siguió tranquilamente bebiendo su cerveza. |