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La
señora Salazar nunca se va de vacaciones. Ya viajó bastante cuando
vivía su marido, que era militar y un pedazo de imbécil, toda la vida
cambiando de destino para servir a la patria, y ella, la ingrata, la
pérfida, la muy rácana, incapaz de pagárselo con un triste ascenso. Ni a
comandante llegó el difunto, ni a comandanta llegó ella, que jamás logró
ser la primera dama de ningún puesto, toda la vida cediendo el mejor
asiento a la señora del coronel, una gorda empingorotada y cargada de
críos maleducados.
Ella no había tenido hijos, ni falta que le hacían. Tenía cintura, y cara
de búho, eso sí, pero cintura, una figura preciosa, le sobraba nariz, le
faltaba barbilla y esa dulzura bobalicona y pacífica de las buenas
personas, pero cintura tenía un montón. Ella nunca había sido una buena
persona, ni falta que le hacía, pero para haber sido tan mala, tampoco
había tenido mucha suerte.
El capitán Salazar, alto, guapo, gordo y
divertido para los demás, nunca la entendió. A él sólo le importaba comer,
quedar con sus amigos y volver a casa a las tantas, harto de copas y
muerto de risa. Le gustaba la gente, los perros, los caballos y, los niños
y la fotografía. Qué imbécil. Le gustaban otras mujeres también, mujeres
gordas de brazos redondos y jamones en lugar de muslos, que hinchaban el
pecho como las gallinas y movían el culo como los pavos reales. Se le iban
los ojos detrás de ellas cuando no podía ir él entero, a bufar y resoplar,
a embestir como un animal, que es lo que era. Qué imbécil.
Era un hombre sin más ambiciones que comer, beber, tener amigos, disfrutar
de las mujeres y divertirse. Estaba muy equivocado. Ella intentó
explicárselo, empujarle hacia delante por su propio bien, pero él nunca
quiso escucharla. No la entendía. “Yo lo que quiero
es dormir tranquilo por las noches”; le decía. “¿Y
qué?”, replicaba ella, “¿Es que no duermo
tranquila yo?”. “Sí”; aceptaba él, “tú
sí, pero no sé cómo puedes…”. Así fueron pasando todos los trenes.
Cuando eran novios, el cabo Salazar no quiso
entregar a sus primos, que eran rojos y estaban escondidos en casa de su
abuela, ella lo sabía. Y les ayudó a salir por
Francia, y todos los años escribían por
Navidad, y a él se le empañaban los ojos al leer, “Nos
criamos juntos”; decía, “éramos como hermanos”.
Qué imbécil.
Cuando estaban recién casados, destinaron al
sargento Salazar a la intendencia de una cárcel militar y no fue
capaz de dar a los presos patatas en vez de carne, de comprar la mitad de
pan, la tercera parte de leche, ni esas partidas de arroz agusanado con
las que otros se hicieron de oro. Qué imbécil.
Cuando estaban destinados en Toledo, su
comandante intentó suicidarse, y él, que era teniente, le tapó. Cuando
vivían en Alcalá, su coronel se emborrachó
durante unas maniobras, y él, que seguía siendo teniente, declaró a su
favor. Cuando se instalaron en Jaén, ella se
dio cuenta de que al teniente coronel le gustaban los reclutas más de la
cuenta, y él, que todavía no era capitán, se negó a denunciarle. Qué
imbécil, qué imbécil, qué imbécil.
El día de su entierro, ella no pudo contar las personas que acudieron, que
la abrazaron, que le besaron con lágrimas de verdad en el borde de los
ojos. Allí estaban todos, los primos de Francia,
los presos bien alimentados, el comandante depresivo, que ya era coronel,
el coronel borracho, que ya era teniente coronel; el teniente coronel
marica, que ya era general, y muchos más de los que ni siquiera se
acordaba, pero que algo le deberían al imbécil de su marido. Y un montón
de mujeres gordas, que eran las que más lloraban pero que no se atrevieron
a darle el pésame.
Sus compañeros le arreglaron los papeles para dejarle una pensión de
viudedad estupenda, mucho más alta que la que le correspondía. “Bueno”,
pensó la señora Salazar, “es
lo mínimo por haber despilfarrado mi vida, y mi cintura, al lado de ese
pedazo de imbécil”. La señora Salazar
tiene mucho dinero, porque ahorra más de lo que gasta, pero nunca se va de
vacaciones. Le da miedo. Por eso alquila habitaciones en su casa. No le
gusta la gente, pero necesita tener a alguien cerca. Tampoco le gusta el
verano, y por eso hoy está contenta.
La mercería ya está abierta, y el bar, y la consulta del dentista, y la
tienda de los Chang, y esos malditos niños
han vuelto a hacer ruido en la escalera. También han vuelto sus huéspedes,
esas dos chicas que se acuestan juntas, serán puertas, y un estudiante
nuevo, muy formalito. Menos mal. La señora Salazar
tiene mucho dinero, pero tiene mucho más miedo todavía. Miedo de morirse
sola, a solas con su dinero, con su cintura, y sin una lágrima para sí
misma al borde de sus propios ojos. |