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Sábado, 5 de enero de 2002 |
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Aún antes de nacer se miraban a los ojos
entre las tinieblas de sus envolturas. Llegado el momento, él se fue sin siquiera despedirse, y ella no tuvo más remedio que seguirlo a donde la luz aturdía y el aire ahogaba, donde los gritos herían. La madre se apresuró a ponerle aretitos y el eterno moño rosa a la niña para evitar confusiones. Aunque a simple vista eran idénticos, en realidad, uno constituía una imagen invertida del otro: el lunar en el hombro izquierdo de él, reaparecía en el hombro derecho de ella. Ella era zurda, él diestro. Hombre y mujer. No eran muy sociables. A los cinco años ninguno de los dos había pronunciado una sola palabra y ni la madre podía atravesar la barrera de silencio que como una placenta los aislaba del mundo. Callados, se pasaban el día tomados de la mano, fijas las miradas en los dibujos que formaban con sus dedos entrelazados. Su infancia transcurrió entre las paredes de su casa y los pasos amortiguados de la enfermera contratada para cuidar de la madre siempre en cama, atormentada por el diagnóstico de autismo que la dejó fuera del mundo de sus hijos. Al crecer, el parecido en lugar de mitigarse, se acentúo aún más; las pequeñas diferencias en sus cuerpos dadas por el sexo, eran casi invisibles entre la similitud de gestos, de posturas, de miradas. Sus manos también crecieron abriéndoles las posibilidades de ese juego dactilar que practicaban a diario. Se perdían viendo en sus palmas cómo coincidían perfectamente cada una de las pequeñísimas líneas que formaban el mapa del destino. O la mano de ella recorría la cordillera de nudillos de su hermano, y él abría y cerraba el puño cambiando el paisaje, desviando el curso de los ríos que en su caudal hinchaban la piel. Pasaban horas con las manos extendidas, palma contra palma, sin tocarse, pero tan cerca una de la otra que sentían el paso de la luz haciéndoles cosquillas, y el chiste era impedir que, con el temblor, las manos se juntaran y la luz, aplastada, desapareciera. Él conocía cada arruga, cada dibujo de la mano izquierda de ella como si fuese la suya. Y esta mano, larga y fina, podía recordar cada músculo, cada aspereza, cada vello de la diestra de su hermano. Ellos y sus manos, eran una imagen ante el espejo. La enfermera los vigilaba recelosa, y
cuando empezaban con sus cosas, escandalizada les pegaba hasta dejarles las manos
encendidas. Ya sin ruido, sin lamentos, sin pasos
amortiguados de enfermera recelosa, sin madre, invitaron a sus labios al juego. |
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CECILIA LOPEZ |