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1091 • LA SOMBRERERA

 

Viernes, 20 de mayo de 2005

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  Gabriela, la sombrerera, tenía su tienda en la calle principal del pueblo. Cierto día entraron al negocio dos ancianos tomados de la mano. La mujer estaba empeñada en comprar un sombrero blanco que estaba en la vidriera.
- Es que está manchado - comentó Gabriela para disuadirla.
- Lo lavaré con leche y si no es suficiente lo dejaré al sol hasta dejarlo como nuevo - dijo Antonia decidida.
- Lo ha elegido, porque nadie querrá comprártelo - agregó Manuel - y los caprichos de mi Antonia son órdenes para mí.

La sombrerera se lo alcanzó y la anciana buscó el espejo que la reflejara de cuerpo entero. Se lo colocó imitando a la mujer de la sombrilla de Monet. El sombrero sin demora se transformó en una capelina cubierta de cintas rosas. Manuel la miraba embelesado. A cada gesto de Antonia, el sombrero fue transformándose en un enorme peinetón de carey, cuando la mujer se colocó un mantón de bailadora. Y una guirnalda de flores amarillas, si movía sus caderas como hawaiana. Ensanchaba el ala bajo una pluma caprichosa, si en guardia, florete en mano peleaba con otro espadachín. También fue la tiara de una colegiala, la cofia de un cocinero, un gorro de torero...

Manuel reía encantado, procurando arrebatarle el sombrero y a cada intento ella se alejaba unos pasos inventando un nuevo gesto. Cuando ambos estuvieron extenuados de reír, ella se lo colocó con un beso en la boca.

Había llegado el turno de Manuel. Con orgullo tomó el estandarte rojo y negro que identificara a su ejército durante la guerra civil. Pero alguna imagen de horror oscureció su semblante y buscó refugio en los brazos de su mujer.
- Perdónanos, muchacha, es que mi Manuel, como tantos, sufrió mucho en la guerra. Para que te des una idea, cuando le dijeron que podía abandonar la trinchera, no pudo hacerlo; allí permaneció hasta que sus piernas volvieron a obedecerle.
-Traté de levantar a Luciano. Vamos amigo, que el infierno acabó. Pero él no se movía; tal vez ya estaba muerto. Yo nunca volví a saber de él, de mi mejor amigo. Salí de aquel pozo como pude y corrí sin detenerme hasta mi pueblo. Todo era escombros, ninguna casa, en pie después del bombardeo. La única, escucha bien niña, la única que me esperaba era mi Antonia. Por eso, véndenos el sombrero, que le queda tan bonito.

Gabriela vio como Antonia y Manuel se perdían entre el gentío de la tarde de verano. Iban tomados de la mano. El sombrero los cubría totalmente de las miradas indiscretas y la muchacha supo que se iban besando como dos adolescentes.

ELSA CALZETTA
Escritora argentina - La Pluma Virtual Nº 16
Colaboración M. Itchart