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10 de septiembre
Por fin ha llegado el otoño; el verano no retornará. Jamás volveré a
verlo... El mar está gris y tranquilo, y cae una lluvia fina, triste. Cuando
lo ví esta mañana, me despedí del verano y saludé al otoño, al número cuarenta
de mis otoños, que al fin ha llegado, inexorable. E inexorablemente traerá
consigo aquel día, cuya fecha a veces recito en voz baja, con una sensación de
recogimiento y terror íntimo...
12 de septiembre
He salido a pasear un poco con la pequeña Asunción. Es una buena
compañera, que calla y a veces me mira alzando hacia mí sus ojos grandes y
llenos de cariño. Hemos ido por el camino de la playa hacia Kronshafen, pero
dimos la vuelta a tiempo, antes de habernos encontrado a más de una o dos
personas. Mientras volvíamos me alegró ver el aspecto de mi casa. ¡Qué bien
la había escogido! Desde una colina, cuya hierba se hallaba ahora muerta y
húmeda, miraba el mar de color gris. Sencilla y gris es también la casa.
Junto a la parte posterior pasa la carretera, y detrás hay campos. Pero yo no
me fijo en eso; miro sólo el mar.
15 de septiembre
Esa casa solitaria sobre la colina cercana al mar y bajo el cielo gris
es como una leyenda sombría, misteriosa, y así es como quiero que sea en mi
último otoño. Pero esta tarde, cuando estaba sentado ante la ventana de mi
estudio, se presentó un coche que traía provisiones; el viejo Franz ayudaba a
descargar, y hubo ruidos y voces diversas. No puedo explicar hasta qué punto
me molestó esto. Temblaba de disgusto, y ordené que tal cosa se hiciera por
la mañana, cuando yo duermo. El viejo Franz dijo sólo:
- Como usted disponga, señor Conde - pero me
miró con sus ojos irritados, expresando temor y duda.
¿Cómo podría comprenderme? Él no lo sabe. No
quiero que la vulgaridad y el aburrimiento manchen mis últimos días. Tengo
miedo de que la muerte pueda tener algo aburguesado y ordinario. Debe estar a
mi alrededor arcana y extraña, en aquel día grande, solemne, misterioso, del
doce de octubre...
18 de septiembre
Durante los últimos días no he salido, sino que he pasado la mayor
parte del tiempo sobre el diván. No pude leer mucho, porque al hacerlo todos
mis nervios me atormentaban. Me he limitado a tenderme y a mirar la lluvia
que caía, lenta e incansable. Asunción ha venido a menudo, y una vez me trajo
flores, unas plantas escuálidas y mojadas que encontró en la playa; cuando
besó a la niña para darle las gracias, lloró porque yo estaba "enfermo". ¡Qué
impresión indeciblemente dolorosa me produjo su cariño melancólico!
21 de septiembre
He estado mucho tiempo sentado ante la ventana del estudio, con
Asunción sobre mis rodillas. Hemos mirado el mar, gris e inmenso, y detrás de
nosotros en la gran habitación de puerta alta y blanca y rígidos muebles
reinaba un gran silencio. Y mientras acariciaba lentamente el suave cabello
de la criatura, negro y liso, que cae sobre sus hombros, recordé mi vida
abigarrada y variada; recordé mi juventud, tranquila y protegida, mis
vagabundeos por el mundo y la breve y luminosa época de mi felicidad.
¿Te acuerdas de aquella criatura encantadora y
de ardiente cariño, bajo el cielo de terciopelo de Lisboa? Hace doce que te
hizo el regalo de la niña y murió, ciñendo tu cuello con su delgado brazo.
La pequeña Asunción tiene los ojos negros de su
madre; sólo que más cansados y pensativos. Pero sobre todo tiene su misma
boca, esa boca tan infinitamente blanda y al mismo tiempo algo amarga, que es
más bella cuando guarda silencio y se limita a sonreír muy levemente. ¡Mi
pequeña Asunción!, si supieras que habré de abandonarte. ¿Llorabas porque me
creías "enfermo"? ¡Ah! ¿Qué tiene que ver eso? ¿Qué tiene que ver eso con el
de octubre...?
23 de septiembre
Los días en que puedo pensar y perderme en recuerdos son raros.
Cuántos años hace ya que sólo puedo pensar hacia delante, esperando sólo este
día grande y estremecedor, el doce de octubre del año cuadragésimo de mi
vida. ¿Cómo será? ¿Cómo será? No tengo miedo, pero me parece que se acerca
con una lentitud torturante, ese doce octubre.
27 de septiembre
El viejo doctor Gudehus vino de Kronshafen; llegó en coche por la
carretera y almorzó con la pequeña Asunción y conmigo.
- Es necesario - dijo, mientras se comía medio
pollo - que haga usted ejercicio, señor Conde, mucho
ejercicio al aire libre. ¡Nada de leer! ¡Nada de cavilar! Me temo que es
usted un filósofo, ¡je, je!
Me encogí de hombros y le agradecí cordialmente
sus esfuerzos. También dio consejos referentes a la pequeña Asunción,
contemplándola con su sonrisa un poco forzada y confusa. Ha tenido que
aumentar mi dosis de bromuro; quizás ahora podré dormir un poco mejor.
30 de septiembre
¡El último día de septiembre! Ya falta menos, ya falta menos. Son las
tres de la tarde, y he calculado cuántos minutos faltan aún hasta el comienzo
del doce de octubre. Son 8460. No he podido dormir esta noche, porque se ha
levantado el viento, y se oye el rumor del mar y de la lluvia. Me he quedado
echado, dejando pasar el tiempo. ¿Pensar, cavilar? ¡Ah, no! El doctor Gudehus
me toma por un filósofo, pero mi cabeza está muy débil y sólo puedo pensar:
¡La muerte! ¡La muerte!
2 de octubre
Estoy profundamente conmovido, y en mi emoción hay una sensación de
triunfo. A veces, cuando lo pensaba y me miraba con duda y temor, me daba
cuenta de que me tomaban por loco, y me examinaba a mí mismo con
desconfianza. ¡Ah, no! No estoy loco. Leí hoy la historia de aquel emperador
Federico, al que profetizaran que moriría sub flore. Por eso evitaba las
ciudades de Florencia y Florentinum, pero en cierta ocasión fue a parar en
Florentinum, y murió. ¿Por qué murió?
Una profecía, en sí, no tiene importancia;
depende de si consigue apoderarse de ti. Mas si lo consigue, queda demostrada
y por lo tanto se cumplirá. ¿Cómo? ¿Y por qué una profecía que nace de mí
mismo y se fortalece, no ha de ser tan válida como la que proviene de fuera?
¿Y acaso el conocimiento firme del momento en que se ha de morir, no es tan
dudoso como el del lugar?
¡Existe una unión constante entre el hombre y
la muerte! Con tu voluntad y tu convencimiento, puedes adherirte a su esfera,
puedes llamarla para que se acerque a ti en la hora que tú creas...
3 de octubre
Muchas veces, cuando mis pensamientos se extienden ante mí como unas
aguas grisáceas, que me parecen infinitas porque están veladas por la niebla,
veo algo así como las relaciones de las cosas, y creo reconocer la
insignificancia de los conceptos.
¿Qué es el suicidio? ¿Una muerte voluntaria?
Nadie muere involuntariamente. El abandonar la vida y entregarse a la muerte
ocurre siempre por debilidad, y la debilidad es siempre la consecuencia de
una enfermedad del cuerpo o del espíritu, o de ambos a la vez. No se muere
antes de haberse uno conformado con la idea...
¿Estoy conforme yo? Así lo creo, pues me parece
que podría volverme loco si no muriera el doce de octubre...
5 de octubre
Pienso continuamente en ello, y me ocupa completamente. Reflexiono
sobre cuándo y cómo tuve esta seguridad, y no me veo capaz de decirlo. A los
diecinueve o veinte años ya sabía que moriría cuando tuviera cuarenta, y
alguna vez que me pregunté con insistencia en qué día tendría lugar, supe
también el día. Y ahora este día se ha acercado tanto, tan cerca, que me
parece sentir el aliento frío de la muerte.
7 de octubre
El viento se ha hecho más intenso, el mar ruge y la lluvia tamborilea
sobre el tejado. Durante la noche no he dormido, sino que he salido a la
playa con mi impermeable y me he sentado sobre una piedra. Detrás de mí, en
la oscuridad y la lluvia, estaba la colina con la casa gris, en la que dormía
la pequeña Asunción, mi pequeña Asunción. Y ante mí, el mar empujaba su
turbia espuma delante de mis pies. Miré durante toda la noche, y me pareció
que así debía ser la muerte o el más allá de la muerte: enfrente y fuera una
oscuridad infinita, llena de un sordo fragor. ¿Sobreviviría allí una idea, un
algo de mí, para escuchar eternamente el incomprensible ruido?
8 de octubre
He de dar gracias a la muerte cuando llegue, pues todo se habrá
cumplido tan pronto como llegue el momento en que yo ya no pueda seguir
esperando. Tres breves días de otoño todavía, y ocurrirá. ¡Cómo espero el
último momento, el último de verdad! ¿No será un momento de éxtasis y de
indecible dulzura? ¿Un momento de placer máximo?
Tres breves días de otoño aún, y la muerte
entrará en mi habitación... ¿Cómo se conducirá? ¿Me tratará como a un gusano?
¿Me agarrará por la garganta para ahogarme? ¿O penetrará con su mano mi
cerebro? Me la imagino grande y hermosa y de una salvaje majestad.
9 de octubre
Le dije a Asunción, cuando estaba sobre mis rodillas:
- ¿Qué pasaría si me marchara pronto de tu lado, de
algún modo? ¿Estarías muy triste?
Ella apoyó su cabecita en mi pecho y lloró amargamente. Mi garganta
está estrangulada de dolor. Por lo demás, tengo fiebre. Mi cabeza arde, y
tiemblo de frío.
10 de octubre
¡Esta noche estuvo aquí, esta noche! No la ví, ni la oí, pero a pesar
de eso hablé con ella. Es ridículo, pero se comportó como un dentista:
- Es mejor que acabemos pronto - dijo. Pero yo
no quise y me defendí; la eché con unas breves palabras.
- ¡Es mejor que acabemos pronto! - ¡Cómo sonaban
esas palabras! Me sentí traspasado. ¡Qué cosa más indiferente, aburrida,
burguesa! Nunca he conocido un sentimiento tan frío y sardónico de decepción.
11 de octubre (a las 11
de la noche)
¿Lo comprendo? ¡Oh! ¡Créanme, lo comprendo! Hace una hora y media
estaba yo en mi habitación y entró el viejo Franz; temblaba y sollozaba.
- ¡La señorita! - exclamó -
¡La niña! ¡Por favor, venga en seguida!
Y yo fui en seguida. No lloré, y sólo me
sacudió un frío estremecimiento. Ella estaba en su camita, y su cabello negro
enmarcaba su pequeño rostro, pálido y doloroso. Me arrodillé junto a ella y
no pensé nada ni hice nada. Llegó el doctor Gudehus.
- Ha sido un ataque cardíaco - dijo, moviendo la
cabeza como uno que no está sorprendido. ¡Ese loco rústico hacía como si de
veras hubiera sabido algo!
Pero yo, ¿he comprendido? ¡Oh!, cuando estuve
solo con ella (afuera rumoreaban la lluvia y el mar, y el viento gemía en la
chimenea) di un golpe en la mesa, tan clara me iluminó la verdad un instante.
Durante veinte años he llamado la muerte al día que comenzará dentro de una
hora, y en mí, muy profundamente, había algo que siempre supo que no podría
abandonar a esta niña. ¡No hubiera podido morir después de esta medianoche;
sin embargo, así debía ocurrir! Yo hubiera vuelto a rechazarla cuando se
hubiera presentado: pero ella se dirigió antes a la niña, porque tenía que
obedecer a lo que yo sabía y creía. ¿He sido yo mismo quien ha llamado la
muerte a tu camita, te he matado yo, mi pequeña Asunción? ¡Ah, las palabras
son burdas y míseras para hablar de cosas tan delicadas, misteriosas!
¡Adiós, adiós! Quizá yo encuentre allí afuera
una idea, un algo de ti. Pues mira: la manecilla del reloj avanza, y la
lámpara que ilumina tu dulce carita no tardará en apagarse. Mantengo tu mano,
pequeña y fría, y espero. Pronto se acercará ella a mí, y yo no haré más que
asentir con la cabeza y cerrar los ojos, cuando la oiga decir:
- Es mejor que acabemos pronto... |