ANTERIOR | EL CUENTOMETRO DE MORT CINDER |
SIGUIENTE |
1051 • LA FUENTE DE LA JUVENTUD |
Viernes, 25 de marzo de 2005 |
Al índice |
Había una vez un viejo carbonero que vivía con su
esposa, que era también viejísima. El viejo se llamaba
Yoshiba y su esposa se llamaba Fumi. Los
dos vivían en la isla sagrada de Mija Jivora,
donde nadie tiene derecho a morir. Cuando una persona enferma lo mandan a la
isla vecina, y si por casualidad muere alguien sin síntomas, envían el cadáver
a toda prisa a la otra ribera. La isla, la más pequeña del Japón, es también
la más hermosa. Está cubierta de pinos y sauces, y en el centro se alza un
hermoso y solemne templo, cuya puerta parece que se adentre en el mar. El mar
es más azul y transparente de lo que se puede imaginar, mientras que el aire
es nítido y diáfano. Los dos ancianos eran admirados por el resto de la aldea, que los admiraba por dos virtudes: su resignación y persistencia a la hora de aceptar y superar los avatares de la vida, y el amor mutuo que se habían profesado durante más de cincuenta años. El suyo, como tantos otros en Japón, había sido un matrimonio concertado por sus padres. Fumi no había visto nunca a Yoshiba antes de la boda, y éste sólo la había entrevisto un par de veces a través de las cortinas, y se había quedado admirado por su rostro ovalado, la gentileza de su figura y la dulzura de su mirada. Desde el día del casamiento, la admiración y adoración fue mutua. Ambos disfrutaron de la alegría de su enlace que se multiplicó con creces con tres hermosos y fuertes hijos, pero ambos también se vieron sacudidos por la tristeza de perder a sus tres hijos, una noche de tormenta en el mar. Aunque disimulaban ante sus vecinos, cuando
estaban solos lloraban abrazados y secaban sus lágrimas en las mangas de sus
kimonos. En el lugar central de la casa, construyeron un altar en memoria de
sus hijos y cada noche llevaban ofrendas y rezaban ante él. Pero últimamente
una nueva preocupación había devuelto la congoja a sus corazones. Ambos eran
mayores y sabían que ya no les quedaba mucho tiempo. Pero
Yoshiba se había convertido en las manos de su
esposa y Fumi en sus ojos y sus pies, y no
sabían cómo podrían superar la muerte de alguno de ellos.
¡Oh, si tuviésemos una larga vida por delante! Entonces sintió la necesidad de ir corriendo a decírselo a su esposa. Cuando Fumi lo vio llegar no reconoció a aquel mozo que de pronto se acercaba a la casa, pero al estar junto a él observó sus ojos y lo reconoció. Cayó desmayada al recordar sus años de juventud, pero Yoshiba la levantó y le contó lo que había ocurrido en el bosque. Decidió que fuese por la mañana, porque ya era de noche y no deseaba que se perdiera. A la mañana siguiente Fumi se fue al bosque. Yoshiba calculó dos horas, porque aunque a la ida tardaría más por su edad y la falta de fuerza, a la vuelta llegaría enseguida porque habría recuperado su juventud. Pero pasaron dos horas, y tres, y cuatro, y hasta cinco, por lo que Yoshiba empezó a preocuparse y decidió ir él mismo al bosque a buscar a su esposa. Cuando llegó al claro, vio la fuente, pero no encontró a nadie. Entre el murmullo de las hojas y el crujido del agua oyó un leve sonido, como el que hace cualquier cría de animal cuando está solo. Se acercó a unas zarzas, las apartó, y encontró una pequeña criatura que le tendía los brazos. Al cogerla, reconoció la mirada. Era Fumi, que en su ansia de juventud había bebido demasiada agua, llegando así hasta su primera infancia. Yoshiba la ató a su espalda y se dirigió hacia casa. A partir de entonces, tendría que ser el padre de la que había sido la compañera de su vida. | |
ANÓNIMO JAPONÉS |